Cuando llegó al poder, despertó en el continente americano una vasta ola de simpatía. Había un halo de romanticismo en esos jóvenes que descendían de la Sierra Maestra para combatir a un gobernante corrupto y dictador sangriento como el Sargento Fulgencio Batista.
Desde los sectores más diversos del espectro ideológico se saludaba al nuevo líder del pueblo cubano. Hoy nos puede parecer inverosímil, pero hasta el Almirante Isaac F. Rojas, uno de los líderes de la revolución de 1955 en nuestra Patria, tuvo palabras de admiración para aquellos barbudos vestidos de fajina.
Con el tiempo, ese embrujo solo persistió en la izquierda y, en los años finales, en la izquierda más autoritaria. Pero no muchos se atrevieron a decir públicamente la calificación que, del modo más objetivo, debía darse al gobierno castrista: la de una dictadura.
Sorprende todavía ahora, cuando dirigentes políticos latinoamericanos son llamados a opinar sobre Castro, que esquiven esa palabra y que tengan por el régimen que él condujo una comprensión y una benevolencia que no tienen por otros gobiernos menos autoritarios. Personas intachablemente democráticas en la Argentina hacen llegar su respeto, cuando no su admiración, por un dictador que no respetó ni los más elementales principios democráticos y violó sistemáticamente los derechos humanos.
Los defensores del régimen se aferran a sus argumentos de siempre: la universalización de la educación y la salud. Supongamos, por vía de hipótesis, que los datos que invocan son ciertos. ¿Justifican esos avances sociales la implantación de una dictadura totalitaria? ¿Admitirían en su país que no hubiera elecciones, libertad de expresión, debido proceso, entre muchos otros derechos conculcados?
No podemos considerar términos antitéticos a la igualdad y la libertad, ni creer que existen dictaduras buenas. Si realmente los cubanos están tan conformes con su gobierno, ¿por qué negarles el derecho a elegirlo? ¿Por qué impedirles que expresen sus opiniones sin temor o formen asociaciones y partidos políticos con libertad?
El embargo comercial de los Estados Unidos fue la excusa perfecta para que Castro, no casualmente siempre enfundado –hasta el curioso jogging de sus años postreros- en un uniforme militar, como si estuviera siempre listo para la guerra, justificara la restricción de las libertades. Barack Obama y el Papa Francisco comprendieron la necesidad de terminar con esa rémora. La llegada de Donald Trump augura que no se seguirá por el mismo camino.
Ojalá que los cubanos puedan ir avanzando pacíficamente hacia un sistema democrático y pluralista. Los más jóvenes, que no cargan con las inevitables inquinas del pasado, que no aspiran a la perpetuación de un régimen ni a la revancha, sino que desean vivir mejor, serán probablemente los que impulsen el cambio.
Dr. Jorge R. Enríquez
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