Jueves, 04 Junio 2020 21:00

Después de la deuda, ¿viene el terraplanismo económico con aval franciscano? - Por Marcos Novaro

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Si arregla la deuda, la primera consecuencia para el gobierno será descubrir su error: no era el problema más grave. Entonces, ¿normalizará la situación u optará por las ideas del Papa y su entorno?

 

Supongamos que Martín Guzmán deja finalmente de perder el tiempo y de jugar con el dinero de los argentinos, como ha venido haciendo en los seis meses que lleva en la gestión pública, y termina arreglando con los acreedores. ¿Qué hará a continuación? ¿El gobierno seguirá dándole largas al asunto, como hasta aquí, deshojando la margarita entre gestos a derecha e izquierda, a favor y en contra de las empresas, tratando de contentar un poco a todo el mundo sin casarse con nadie? ¿O se habrá acabado el tiempo para la ambigüedad? ¿Habrá llegado entonces, tal como prometió, el momento de poner en marcha su plan, y se dignará mostrárnoslo para que nos saquemos las dudas sobre qué córcholis votamos en octubre pasado?

La única idea más o menos reconocible en el discurso de AF hasta aquí ha sido que el gran problema argentino es la deuda dejada por Macri. No los problemas de deuda en general, si no exclusivamente la tomada en los últimos cuatro años. Y no los problemas estructurales de desequilibrio fiscal, inflación, cierre de la economía, desaliento de las inversiones, ineficiencia del aparato estatal, que llevaron a Macri a endeudarse, pensando que así “ganaba tiempo” para ir resolviendo aquellos asuntos. Nada de eso. La deuda en sí. Que es entonces pensada como un pecado sin justificación, o mejor dicho, cuya única causa puede haber sido el deseo de hacer negocios espurios. Por tanto, una vez corregido ese “mal”, todo lo demás sería fácil de encauzar.

Una idea está muy cara a la tradición kirchnerista. Pero también a la alfonsinista. Al “alfonsinismo a la Grisnpun” al menos, la versión democratista y antieconómica con la que Alfonsín llegó al poder.

Estaríamos, entonces, si la reestructuración termina saliendo bien, pese al oneroso enredo intelectual en que se distrajeron los negociadores queriendo convencer a los agentes del mercado de deuda “a través de su corazón y no de su bolsillo” (más alfonsinismo del bueno), listos para dejar atrás la mochila que nos impedía avanzar. Preparados para enfilar hacia un futuro próspero. ¿Cómo? ¿Caminando hacia dónde?

Ese va a ser el momento de la verdad. Pero no porque confirme, sino más bien porque desmentirá la presunción oficial. Pues una vez despejada la cuestión de la deuda, en vez de encontrar un camino despejado nos daremos de bruces contra una dura realidad, que hay que encarar los problemas realmente serios que nos vienen agobiando, y hacerlo en circunstancias que, en parte al menos, los han agravado.

Ya esto iba a ser así sin pandemia ni cuarentena

Como mucho, con el enfoque de AF y aliviando los pagos de deuda, íbamos a tener un poco más de tiempo para estirar una situación precaria y de escaso crecimiento. Y cabía dudar que ese tiempo extra se fuera a aprovechar para superar esa precariedad y estancamiento: el supuesto con que el presidente y su gente venían manejándose era que borrando lo hecho en los “cuatro años malditos” de especulación financiera, el “modelo productivo kirchnerista” podría volver a funcionar a pleno. ¿Cómo cuándo? ¿Cómo hasta 2015? Depositarnos de nuevo en la coyuntura en que supuestamente nos descarriamos iba a significar, por tanto, poco y nada de crecimiento, paupérrima inversión, fuga constante de capitales apenas contenida por el cepo cambiario, desaliento de las exportaciones y fuerte déficit fiscal.

Si a eso le sumamos lo sucedido en los últimos cuatro meses, se entiende por qué ya lo de “ganar tiempo”, patear la deuda para adelante para que “volvamos a crecer” no tiene mucha viabilidad. O, mejor dicho, “patear para adelante la deuda” es más necesario que antes. Pero es también más insuficiente como apuesta de la gestión económica.

¿No se percibe en los despachos oficiales este radical cambio de circunstancias?

Algunos funcionarios evidentemente no, e insisten con las premisas con las que ganaron las elecciones y arrancaron la gestión. Porque les resulta más fácil encontrar una buena excusa que revisar sus prejuicios: la tesis complementaria que hoy agregan a su tesis inicial es que todo mejorará una vez que escampe la maldita pandemia, y hay que darle más tiempo a la economía para que reaccione y la situación se “normalice”, porque “el mundo se nos cayó encima”.

Otros son más realistas en su diagnóstico. Pero en ocasiones son también más ideológicos en su terapia. Advierten que la “normalización” va a ser, en el mejor de los casos, lenta y parcial. Que con la idea de esperar a que la crisis pase se va a perder un tiempo valiosísimo, en el que todavía el temor a la pandemia alienta a la gente a abrazarse a las soluciones ofrecidas por las autoridades, y no se ha generalizado aún el malhumor por el deterioro de sus condiciones de vida. Así que proponen apurar un cambio de rumbo. Hacia una gestión más decididamente estatista. Un curso de radicalización que incluye desde cambios de reglas en el comercio exterior y el sistema financiero, a reformas del sistema impositivo, los derechos de propiedad y otros asuntos de similar relevancia.

Un cambio “antineoliberal”, “antiglobalización”, en suma, que puede inspirarse en las ideas económicas que fluyen desde El Vaticano. En estos tiempos, el único think tank con visión de largo plazo y capacidad de unificar al universo peronista.

Hace tiempo que Alberto viene acumulando sugerencias de ese tenor. Máximo Kirchner recomendó semanas atrás medidas que equivalían a nacionalizar la banca. Se habló también de hacer lo mismo con el comercio exterior. Nada de eso se puso en marcha hasta ahora, aunque tampoco fue descartado por ser “ideas locas” como sí sucedió con la propuesta de hacerse de acciones de empresas en problemas. Y ni siquiera con esta desautorización, tal vez porque fue ambigua y poco fundada, ese flujo de aportes al “plan de gobierno” se detuvo. La última y la más sistemática propuesta de inspiración franciscana es un plan de estatización de empresas, limitación del comercio exterior y distribución de tierras para la autosubsistencia que le acercaron al presidente los llamados movimientos sociales. Leerlo es emprender un viaje en el tiempo: se promueve sin ningún matiz la autarquía más absoluta, una economía por completo cerrada, “soberanista” según la terminología escogida por sus autores.

Suena loco, pero desde la perspectiva de quienes tienen a su cargo el control político del mundo de la pobreza, mundo que se está ensanchando y deteriorando a pasos acelerados, puede que tan loco no sea: si “reabrir la economía” significa que aumente la circulación del dinero, el primer efecto no va a ser la reactivación del consumo sino la de la inflación, así que no es nada loco que se imaginen fórmulas para acorralar de modo más prolongado y férreo a los tenedores de pesos, para que no tengan ninguna chance de fugarse al dólar, y proveerles formas de sustento alternativo, no monetarios, a los sectores empobrecidos, vía la “economía social”, el trueque y la autosubsistencia más crasa y primitiva.

Si recursos equivalentes podemos ver cómo se multiplican en sectores mucho más consolidados, cualquiera que recorra las calles podrá encontrar infinidad de bares, peluquerías o tiendas de ropa reconvertidos, a raíz de la cuarentena, en improvisados y pobrísimos almacenes y verdulerías. Es una involución de la división del trabajo y la diversificación que será difícil revertir. Puede que bastante más difícil de lo que resultó en 2001, una crisis, recordemos, aunque muy aguda, bastante acotada en el tiempo.

El problema más grave tal vez no sea lo larga y profunda que pueda llegar a ser por sí misma la crisis poscuarentena, sino lo disfuncional que resultaría que, para superarla, se considere desde el gobierno que algunos de sus efectos más empobrecedores traen la solución bajo el brazo: los “soberanistas” y demás grupos de inspiración franciscana que pululan en la coalición oficial empujan en esa dirección, creen que ésta será la ocasión ideal para imponer su “terraplanismo económico”, una generalización a toda la sociedad de las reglas que han aprendido y ensayado en la administración y reproducción del mundo de la pobreza durante las últimas décadas.

¿Tiene Alberto Fernández las convicciones necesarias para rechazar estas presiones?

¿Será capaz al menos de acotarlas a la órbita en que hasta aquí vienen imperando, con un resultado reproductivo que, para las necesidades políticas del grupo gobernante, se entiende que se perciba como “exitoso”, pero sólo para esas necesidades? No está muy claro.

Pero si el presidente tomara en cuenta el curso que está tomando la economía internacional, y las ventajas relativas que puede ofrecer a nuestro país, tal vez el interés compense su eventual falta de convicción. Es que no todo pinta tan mal para una economía productora de alimentos como la nuestra. Los precios de estos commodities son los que menos han caído en promedio. Su demanda en algunos casos crece: es el caso de la carne de parte de China, que está castigando a Australia y otros proveedores tradicionales debido a sus críticas por el ocultamiento de datos iniciales sobre el coronavirus.

Por el parate global, el cobre de Chile está por el piso, igual que el petróleo de Perú y Ecuador, y es difícil saber cuándo se van a recuperar los mercados de los bienes industriales brasileños. Nosotros, en cambio, si exportamos menos es exclusivamente por nuestras propias decisiones: porque desalentamos a los productores del agro de vender sus cosechas. Y el único incentivo que se nos ocurre es romperles los silobolsas y cortarles el crédito. No parece muy razonable.

En cualquier caso, el mundo nos da una señal bien clara: hoy es tan inconveniente como en 2002, o aún más todavía, querer “vivir con lo nuestro”, equivale a reproducir la pobreza; en cambio dejar de estimular a que los productores del agro lleven sus capitales a Uruguay y Paraguay abriría una vía de salida bastante más provechosa. No será, seguramente, una locomotora tan potente como en aquel momento, y tiene mucha más carga que arrastrar que entonces, pero no es poca cosa para empezar,

Cuando finalmente la cuarentena se termine, por hartazgo social, y entonces desordenadamente, o porque los contagios disminuyan, o porque se encuentre la forma de hacer controles más focalizados y testeos generalizados, saldremos a la calle y descubriremos lo mucho más pobres que nos hemos vuelto. Para ese momento, será mejor que Alberto Fernández tenga preparada una respuesta a la pregunta de cómo va a devolverle las piernas a nuestra economía. El problema que enfrenta es que tiene alrededor unos cuantos, con la respuesta ya preparada, y no es una muy fácil de compatibilizar con su idea de cerrar la grieta, reconciliar al peronismo con los empresarios y llevarnos mejor con todo el mundo. Pero por ahora es la única que hay.

Marcos Novaro

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