Vicente Massot

 

No resultaría tarea fácil rastrear, a nivel planetario, un caso similar al de nuestra ex–presidente, Cristina Fernández.

 

 

En un principio sus testimonios fueron casi calcados. Sin mayores distinciones entre unos y otros, los empresarios relacionados con la obra pública de nuestro país repitieron un mismo libreto, de manera monocorde. No es que se hubieran puesto de acuerdo antes de desfilar ante el juez Claudio Bonadío y el fiscal Carlos Stornelli.

 

 

Hasta el día en que se desencadenó la crisis cambiaria nadie imaginaba, en el variopinto arco opositor, que hubiera una chance -por mínima que fuese- de competir con éxito en las elecciones presidenciales del año próximo.

 

 

La necesidad perentoria de ajustar la economía para cumplir con el Fondo Monetario Internacional hace que el gobierno actué de acuerdo a un criterio estratégico que se reduce a y se resume en el cortísimo plazo.

 


Por vez primera en décadas, todas las encuestas conocidas coinciden en una serie de puntos, a saber: la caída en la imagen de los principales protagonistas de la política nacional; la desconfianza mayoritaria que genera hoy la administración de Cambiemos; las pocas expectativas de la gente acerca de mejorar sus condiciones de vida el año próximo; el estancamiento del macrismo, en punto a la intención de voto, en torno a 35 % y, por último, el sostenido ascenso de Cristina Fernández que, en el supuesto de una segunda vuelta electoral, se ubicaría -apenas- seis o siete puntos debajo del oficialismo.

 

 

A esta altura de la relación entre el papa Francisco y el presidente de la Nación, la ojeriza de aquél respecto de éste resulta inocultable. Al Santo Padre se le nota en la cara la antipatía que siente por Macri. Los desencuentros de uno y otro vienen de lejos.

 

 

Si el presidente de la República y su alter ego, el jefe de gabinete, realmente consideran que llegamos al berenjenal en el que estamos metidos por obra y gracia del aumento del precio del petróleo, las inclemencias climáticas que afectaron a la cosecha de soja y la volatilidad de los mercados de deuda, el problema resulta bastante más serio del que creíamos.

 

 

La crisis que sobrelleva el país es de final incierto. No en razón de que, a esta altura, nadie se anima a sostener que la apreciación del tipo de cambio -53 % desde finales de diciembre a la fecha- tocará a su fin como consecuencia de los cambios obrados en el gabinete nacional y en el Banco Central.

 

Si no fuera por el hecho de que nada es motivo de sorpresa en nuestro país, llama la atención la forma como se ha comportado el gobierno a poco de ponerle el moño a un acuerdo -ciertamente inédito y auspicioso- con el Fondo Monetario Internacional. Pareciera que después de considerar a la crisis un simple sacudón -nada más, decían- todo volverá a la normalidad.

 

 

Tantas consideraciones ha merecido en las últimas semanas el veto presidencial, que todos descontaban si prosperaba en las dos cámaras del Congreso Nacional la iniciativa del arco opositor relacionado con el tema de las tarifas públicas; tanto se ha especulado respecto a las consecuencias que podría traer aparejadas para el oficialismo, y tantos han sido los análisis enderezados a puntualizar los pros y los contras del ucase macrista, que es imposible ignorarlo.

 

 

Los mercados de deuda, los fondos de inversión que se retiraron antes de pagar el impuesto a la renta financiera y la Reserva Federal norteamericana no nos jugaron una mala pasada, a propósito. Sería una estupidez suponerlo siquiera.

 

 

No es la primera vez que, en el curso de nuestra historia -y, para el caso, del de cualquiera otra sociedad conocida- cuanto hasta ayer resultaba exaltado hasta las nubes hoy es puesto en tela de juicio sin demasiada compasión.

 

 

El gradualismo -la piedra angular sobre la que descansa el edificio político trabajosamente construido por el macrismo en los últimos dos años- no depende del humor social, de la buena o mala voluntad del peronismo ortodoxo, de las posibles consecuencias a que pudiera dar lugar un veto presidencial o de los disensos -a todas luces visibles- estallados en el seno de Cambiemos.

 

 

No deja de resultar ilustrativa la coincidente embestida que, contra la política tarifaria de la administración de Cambiemos, han ensayado, casi al unísono, Cristina Fernández de Kirchner y Elisa Carrió.

 

 

La condena extendida por la Cámara Regional 4 de Porto Alegre al ex–presidente de la vecina república del Brasil, más conocido con el sobrenombre de Lula, nos pone -nos guste o no- ante la necesidad de hacer una comparación entre el país de ascendencia portuguesa y el nuestro.

 

 

Luego del penoso desempeño del seleccionado argentino de fútbol frente a su par español, no fueron pocos los analistas políticos y gente del común que repasaron la relación entre ese deporte -capaz de despertar, en estas tierras, pasiones desbordantes- y la cosa pública.

 

 

Conviene sincerarse sobre una cuestión que pocos plantean y que es fundamental a la hora de analizar los cruces entre el oficialismo y la Justicia. Como nos hallamos en un país de biempensantes, todo lo que disuene con lo políticamente correcto nunca habrá de encontrar espacio -por reducido que sea- en las páginas de los medios de difusión escritos más importantes de la Argentina o en los programas de televisión dedicados a repasar los temas de actualidad.

 

 

Las tensiones -harto visibles- que cruzan en este momento la relación del Poder Ejecutivo y la Justicia no se limitan -como podría pensarse luego de escucharlo a Mauricio Macri el domingo, en horas de la noche, cuando contestó las inquietudes que le planteaba el conductor televisivo Luis Majul- al fallo de los magistrados Jorge Ballestero y Eduardo Farah.

 

 

Todo hacía suponer, en atención a lo que estipulaba de hecho el cronograma político, que la campaña electoral se abriría paso recién cuando hubiese finalizado el campeonato mundial de fútbol a disputarse este año en Rusia.

 

 

Nuestro país no se halla en una situación ni remotamente parecida a la que precedió al estallido del año 2001.

 


Mañana no habrá en nuestro país una disputa épica, a todo o nada, de esas capaces, por su trascendencia y sus consecuencias, de torcer el rumbo de una determinada política, poner en tela de juicio la gobernabilidad o, lisa y llanamente, darle jaque mate al gobierno de turno.

 

 

Para entender en sus pormenores el conflicto que han entablado Mauricio Macri y Hugo Moyano es conveniente no pasar por alto en qué circunstancias se desenvuelve y cuál es la relación de fuerzas que separa a los contendientes.

 

Sobre el final del año 2001 el país no caminó por la cornisa ni estuvo a punto de caer al abismo.

 

No se requiere ser un contertulio habitual de Miguel Ángel Pichetto para tomar conocimiento de que, en el transcurso de estos años, la cámara alta del Congreso Nacional ha desarrollado una suerte de doctrina propia respecto del desafuero de sus integrantes.

 

La organización mapuche RAM tiene poco o nada que ver con los grupos revolucionarios que, en la década del setenta del pasado siglo, desafiaron al Estado argentino e intentaron, con base en la lucha armada, convertir a la Argentina en un país socialista.

 

Es cierto que en el año 2007 José Gómez, un suboficial de la Armada que en esa época cumplía funciones en el astillero Domecq García, hizo una denuncia detallada sobre determinadas irregularidades en la reparación del submarino ARA San Juan, que alcanzaba al entonces jefe de Estado Mayor de esa fuerza y a otros oficiales.

 

Cada etapa de un gobierno -cualquiera que éste sea- tiene una determinada característica. Algo que la identifica y define. Hay, pues, momentos en que prima la administración de las cosas y otros en donde el lugar de privilegio lo tiene el ajuste de la economía.

 

Nadie da lo que no tiene y nadie tiene lo que no puede ejercer. La sentencia, que data de siglos y fue utilizada por los pensadores contrarrevolucionarios que, en su momento, recusaron la teoría de la soberanía popular, bien puede servirnos para ilustrar qué tanto es legítimo exigirle al gobierno actual.

 

La pregunta más escuchada en estos días se refiere a la suerte que puede correr en los próximos meses Cristina Fernández. Con base en el desafuero y la posterior detención de Julio De Vido, las especulaciones que se han echado a correr son de nunca acabar.

 

Nadie imaginaba que de pronto, salido casi de la nada, el cuerpo descompuesto de Santiago Maldonado aparecería flotando en el río Chubut horas antes de que comenzase la veda electoral, previa a los comicios del domingo.

 

A condición de tener presente que es una expresión de deseo y nada más, bien está que los empresarios que en el curso de la semana pasada poblaron el coloquio de IDEA, en Mar del Plata, crean que la Argentina puede convertirse en Australia o Canadá si el gobierno macrista pone en marcha ciertas reformas estructurales después de las elecciones del próximo domingo.

 

Cuando faltan menos de catorce días para que se substancien en todo el país las elecciones legislativas previstas para el 22 de octubre, nadie en el espacio reservado a la política ni tampoco analista o encuestador alguno -que no se halle ideológica o crematísticamente vinculado a Cristina Fernández- se llama a engaño respecto del resultado.

 

Es conveniente distinguir lo que resulta impactante en la política criolla de aquello que, sin aparecer en las portadas de los principales diarios o en los programas de mayor rating de la televisión, es verdaderamente importante.

 

Trascendió, en el curso de la semana pasada, que los peritos de la Gendarmería habían determinado que el ex–fiscal Alberto Nisman, lejos de suicidarse, resultó asesinado en su departamento por dos personas cuya identidad –obviamente- se desconoce.

 

Seamos sinceros, por una vez, aunque ello signifique reducir a escombros uno de los tantos mitos erigidos desde hace décadas por las tribus progresistas y los cultores de lo políticamente correcto: ¿quién se acuerda de José Luis Cabezas? -Nadie que no forme parte de su familia y del conjunto de sus amigos. Pero no es este el único olvidado.

 

El pasado día viernes Cristina Fernández tomó conciencia -si acaso no lo había hecho antes, lo cual sería raro- de que los próximos meses no resultarán para ella miel sobre hojuelas.

 

Una victoria electoral de tamaña resonancia -que, casi con seguridad, se ampliará en los próximos comicios del mes de octubre- no podía carecer de consecuencias inmediatas. Hubiese sido ridículo suponer, con base en un fundamento serio, que las mismas se producirían en el campo económico o social.

 

Existía la posibilidad de que el domingo, una vez abiertas las urnas, los festejos estallaran en el bunker de Cambiemos y en el del kirchnerismo al mismo tiempo.

 

Si hace un año se hubiese realizado una encuesta respecto de cuanto sucedería en las elecciones legislativas de 2017, nadie habría imaginado lo que -de no mediar algún imponderable- quedará en evidencia el próximo domingo 13 de agosto: será una disputa, reñida como pocas. La sola idea de que Cristina Fernández pudiese encabezar todos los sondeos de opinión conocidos sonaba disparatada doce meses atrás.

 

Sucedió cuanto era previsible que ocurriese: inmediatamente después de conocidos los nombres de quienes competirán en los próximos comicios de agosto y de octubre, dieron el presente las encuestas de opinión.

 

El viernes en horas de la noche, en el departamento que Cristina Fernández tiene cerca de la plaza Vicente López, ella y su ex–ministro del Interior, Florencio Randazzo, se reunieron con el propósito de considerar si, a horas apenas del cierre de las listas de candidatos, era posible llegar a un acuerdo entre ambos y de esa manera cerrar la brecha que se había abierto en el peronismo bonaerense de cara a las elecciones del próximo mes de octubre.

 

En el curso de una historia que lleva ya más de setenta años, el peronismo ha conocido en carne propia, y sobrellevado con singular éxito, no pocas crisis. Desde septiembre de l955, cuando la Revolución Libertadora puso fin al gobierno encabezado por su líder, le fueron extendidas a ese movimiento un sinnúmero de actas de defunción.

 

Hay un tema que hasta la semana pasada no era secreto, ni mucho menos, pero sólo resultaba materia de comentario, especulación y análisis en los círculos politizados del país.

 

El inicio del ciclo electoral dejo una serie de cosas en claro. Por de pronto, que los comicios que acaban de substanciarse en las provincias de Corrientes, La Rioja y Chaco tienen una importancia relativa. No es que carezcan total y absolutamente de peso y, por lo tanto, no merezcan consideración ninguna.

 

Es un secreto a voces la influencia que tiene y el temor que despierta Elisa Carrió en el Peo. Una lectura superficial haría hincapié en el hecho de que es una diputada distinguida, siempre dispuesta a levantar la voz y erigirse en fiscal de la República.

 

Conforme transcurre el tiempo y se acercan, no tanto las elecciones como las fechas para definir las candidaturas de quienes competirán en las PASO del mes de agosto y luego en los comicios de octubre, uno de los tres contendientes parece no tener apuro ninguno en definirlas, mientras que en los dos partidos restantes todos son conciliábulos, disputas, intrigas y negociaciones.

 

A la hora de explicar el reciente fallo de la Corte Suprema -que en el curso de la semana pasada generó una polémica aún abierta en la sociedad argentina- hay quienes piensan en una suerte de conspiración.

A la hora de explicar el reciente fallo de la Corte Suprema -que en el curso de la semana pasada generó una polémica aún abierta en la sociedad argentina- hay quienes piensan en una suerte de conspiración.

 

Los políticos, cualquiera que sea su formación ideológica y el partido al cual pertenezcan, suelen plantarse frente a la gente -o, si se prefiere, delante de la opinión pública- adoptando comportamientos comunes.

Los políticos, cualquiera que sea su formación ideológica y el partido al cual pertenezcan, suelen plantarse frente a la gente -o, si se prefiere, delante de la opinión pública- adoptando comportamientos comunes.

 

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