Vicente Massot
Podría calificarse a la situación por la que atraviesa la administración presidida por Alberto Fernández de grotesca, sin que ello importase levantar a expensas de aquélla un infundio gratuito o un agravio caprichoso. A veces no hay más remedio que recurrir a términos poco usuales en este tipo de crónicas políticas que el maravilloso idioma castellano pone a nuestro alcance para describir, precisamente, escenarios como el presente.
Todos los actores de la política argentina -sin excepciones a la regla- dicen en público que hoy, en su orden de prioridades, no figuran las elecciones que habrán de substanciarse entre agosto y octubre del año próximo. Afirman que todavía falta mucho para desempolvar las urnas y meterse de lleno en la cuestión -vaya si ríspida- de las candidaturas y de las internas partidarias. El discurso es -por supuesto- para consumo del vulgo.
Si el CEO de una gran empresa tropezase con el idioma al momento de hacer uso de la palabra delante de sus empleados; su segundo en el organigrama jerárquico de la compañía no le llevase el apunte y tratase de boicotear su desempeño en cuanta oportunidad pudiese; los directores de determinadas áreas estratégicas no respondiesen a sus superiores naturales y -para colmo de males- ese CEO tratase de actuar sin arreglo a un plan y con un CFO cuestionado, no duraría un segundo en su cargo. El directorio, sin dudarlo, lo despediría sin siquiera agradecerle, por una cuestión de formas, los servicios prestados.
Los análisis políticos están hechos siempre con base en suposiciones y conjeturas que el curso ulterior de los acontecimientos pueden confirmar o desestimar. Si bien las más de las veces tratan acerca de lo que parece probable que suceda, es conveniente tener en cuenta también aquello que, por mucho que se lo mencione y se lo dé como posible, no habrá de ocurrir.
Los Fernández -Cristina y Alberto, claro- conforman la versión política de los Pimpinela. Sólo que estos últimos eran cantantes que deleitaban a su público con peleas de ficción. Aquéllos, en cambio, son dos irresponsables que tienen en sus manos el timón del gobierno nacional. Los hermanos simulaban sus diferencias y, en definitiva, todo no pasaba de ser una actuación.
Demos por descontado que, antes de sentarse a la mesa de la conducción de Juntos por el Cambio, algunos de sus capitostes se pusieron de acuerdo para introducir en el orden del día el tema Milei.
Hay hechos, decisiones, cursos de acción y anuncios que hacen mucho ruido, pero importan poco o nada en términos políticos. Se acostumbra entre nosotros a darle a determinadas cuestiones una trascendencia que no se corresponde con la realidad de las cosas. Valgan algunos ejemplos para poner de relieve el fenómeno.
Aunque disguste sobremanera a los biempensantes, cuando Cristina Kirchner distinguió el rango del mando no faltó a la verdad. Más allá de si era conveniente que cargase de esa manera en contra del presidente de la Nación -dejándolo, una vez más, en ridículo- lo cierto es que recibir en una ceremonia formal el bastón y la banda propios de los jefes de estado no implica -al menos, no necesariamente- que el agraciado con semejantes adornos detente el poder real.
Osvaldo Jaldo, Gustavo Bordet, Oscar Herrera Aguad, Omar Gutiérrez, Raúl Jalil, Sergio Ziliotto, Sergio Uñac, Mariano Arcioni, Omar Perotti, Gustavo Melella, Ricardo Quintela, Jorge Capitanich y Guido Insfrán. Si hiciéramos una encuesta en la calle, por fuera de los interesados en los asuntos políticos, para determinar si los arriba mencionados son jugadores de fútbol de un club de la primera división, miembros de una sociedad filantrópica o diputados de algún partido, fuera de cualquier duda la mayoría de las respuestas sería incorrecta.
Hubo unanimidad en los análisis respecto de cuanto aconteció -al menos en el ámbito de la capital federal- el pasado 24 de marzo. Según todos, en el “día de la Memoria” -que así lo han denominado- el camporismo hizo gala de su poder de movilización y realizó -claramente, a expensas de los seguidores de Alberto Fernández- una notable muestra de su poderío. La explicación es cuando menos curiosa, por no decir antojadiza o hasta disparatada.
Y un buen día, luego de su sinfín de tiras y aflojes; de repetir escenas de celos y no dirigirse la palabra mutuamente; de discutir a grito pelado dentro de cuatro paredes; de hablar mal del otro a hurtadillas y simular en público que las riñas existían pero que eran -después de todo- normales, como en cualquier matrimonio, Alberto Fernández y Cristina Kirchner decidieron ventilar, de puertas para afuera, una separación que se veía venir.
Supongamos sólo por un momento que, de buenas a primeras, el Fondo Monetario Internacional se convirtiese en una sociedad de beneficencia y decidiese conmutar la deuda que la Argentina arrastra con ese organismo de crédito. Seguramente la euforia ganaría a buena parte de la población creyendo que, desaparecida esa espada de Damocles -que ya no pendería sobre nuestras cabezas- al país se le abriría un futuro promisorio.
En pocas oportunidades, si acaso alguna, un tema determinado -en este caso el proyecto de acuerdo de facilidades extendidas con el Fondo Monetario Internacional- ha suscitado en el seno de los dos frentes políticos más importantes del país tamañas discusiones, sospechas, celos y disputas a grito pelado. Era obvio que una vez conocido el texto se harían notar, a uno y otro lado de la grieta que divide a los argentinos, las profundas diferencias del kirchnerismo respecto de sus opositores.
Podría haber tenido un tono distinto, más conciliador, y menos confrontativo. Menos extenso y tedioso y más específico. Menos pretensioso y más humilde. Podría haber evitado las excesivas expresiones de deseos y ser más autocrítico respecto del desmanejo de la pandemia que causó 130.000 muertos. Pero era pedirle peras al olmo. Alberto Fernández es así: prosopopéyico, inculto, maestro de Siruela y desvergonzado.
Que Juan Cabandié era un inútil consumado, que de medio ambiente sabía tanto como Jorge Taiana de defensa nacional o Santiago Cafiero del manejo de las relaciones exteriores del país, era cosa de todos conocida.
El anuncio que, en su momento, hizo Alberto Fernández respecto del acuerdo al cual se había llegado con el Fondo Monetario Internacional no fue un globo de ensayo lanzado por el gobierno sino una verdad a medias que -para entenderla en toda su dimensión- requiere una serie de explicaciones.
Más allá de que nunca fue una de sus preocupaciones de cabecera y que -por lo tanto- nunca figuró en su lista de prioridades, el gobierno tomó conciencia de que, a esta altura del partido y dada la situación calamitosa que atraviesa el país, es tarde para forjar un plan de estabilización y ponerlo en marcha en consonancia con los requerimientos del Fondo Monetario Internacional.
A medida que avanzaba, en el curso de la última semana -y no sin notables altibajos- la negociación de Martín Guzmán con el staff técnico del Fondo Monetario Internacional, más y más se hacían oír las críticas enderezadas contra ese organismo de crédito por parte de los kirchneristas de paladar negro. Leopoldo Moreau y el director del Banco Nación, Claudio Lozano, argumentaron en voz alta a expensas de un acuerdo que todavía no había sido anunciado, pero estaba en el aire.
Si nos tomáramos el trabajo de hacer un resumen breve respecto de las crisis políticas, económicas y sociales que hemos debido sobrellevar en el último medio siglo, pronto saltarían a la vista -sin necesidad de ser un historiador, economista, sociólogo o estadístico de nota- cuatro fenómenos que sólo se han dado en nuestro país en términos de 1) su recurrencia, 2) su magnitud, 3) la incapacidad de hacerles frente aun cuando -recortadas, como estaban, en el horizonte- nunca nos tomaron de sorpresa y 4) la ineptitud que demostramos para extraer lecciones útiles de esas experiencias desgraciadas.
Las especulaciones respecto de cómo podría evolucionar en las próximas semanas la negociación en curso con el Fondo Monetario Internacional no dejan de crecer y todo hace suponer que, conforme transcurran los días y nos acerquemos a la última semana del mes de marzo, no habrá análisis de la situación política y económica de nuestro país que no ponga el mayor énfasis sobre el tema.
Pasada la Navidad, iniciado el nuevo año y puestos los camellos a descansar hasta la próxima festividad de Reyes, en nuestro país nada ha variado para bien. Es más, todo ha empeorado de manera significativa, sin que puedan descubrirse indicios de que en los días por venir las cosas mejoren.
En las últimas semanas el periodismo gráfico y televisivo se tomó el trabajo de desandar la historia con el propósito de revisitar la caída de Fernando de la Rúa y la efímera presidencia de Adolfo Rodríguez Saá, hechos acontecidos veinte años atrás.
Si bien es cierto que la principal fuerza opositora carece por ahora de un jefe capaz de fijarle un rumbo, con arreglo al cual recorrer el camino que la llevará a las elecciones generales del año 2023, no lo es menos que al oficialismo -como quedó al descubierto desde la derrota sufrida en las internas abiertas substanciadas en el último mes de septiembre- lo aqueja el mismo mal.
Pepe Mujica, al que los años -que no dan tregua-, se le han venido encima, no aguantó la perorata de los dos Fernández. En medio de la fiesta se quedó profundamente dormido. Lula da Silva, algo más joven, soportó con mayor estoicismo los discursos, pero su mirada lucía perdida. Lo suyo era cuerpo presente y mente ausente.
El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional se ha convertido en un verdadero problema para los integrantes del gobierno nacional. De tanto repetir, sin solución de continuidad, que ese organismo de crédito es una suerte de resumen y compendio de la maldad -integrado por quienes desean el estancamiento de la Argentina- ahora se hallan en el peor lugar imaginable.
Derrocado en septiembre de 1955 por la así llamada Revolución Libertadora, Juan Domingo Perón, tras una estadía más o menos prolongada en Paraguay y distintos países de América Central, recaló en la España de Franco, donde -en condición de asilado político- residió hasta su vuelta definitiva a la Argentina en el año 1973.
Pasadas las elecciones hay tres temas que concentran la atención política. Si bien no resultan excluyentes, sin duda acreditan una importancia especial. A saber: el silencio casi sepulcral de Cristina Kirchner; la negociación -que a esta altura nadie sabe a ciencia cierta qué tan adelantada se encuentra- con el Fondo Monetario Internacional y, por último, el propósito atribuido a Alberto Fernández de dar comienzo a una segunda etapa de su gobierno y de paso probar, respecto de la vicepresidente, su razón independiente de ser. Aun cuando puedan parecer diferentes entre sí -cosa que es cierta-, de todas maneras, se explican y complementan mutuamente.
Los guarismos están a la vista y es en vano jugar a las escondidas en su derredor. El gobierno puede simular hasta el hartazgo hallarse conforme con los resultados e -inclusive- convocar a una marcha con el propósito de dar rienda suelta a sus emociones. Sin embargo, eso no cambia en lo más mínimo los números que arrojaron las urnas, setenta y dos horas atrás.
Se ha dado en los últimos días un fenómeno preelectoral atípico, fruto de la crisis política y económica que -a la vez- aqueja al gobierno y al país en su conjunto: el resultado electoral del próximo domingo importa menos que aquello que suceda a partir del lunes posterior a los comicios.
Como si la que habrá de substanciarse dentro de dos domingos fuera una elección presidencial, donde quien ganase a simple pluralidad de sufragios se llevase el premio mayor- idea que no resiste el menor análisis- no son pocas las especulaciones que hoy día han vuelto a reverdecer respecto de lo que suceda en Buenos Aires.
No es tarea fácil explicar las razones en virtud de las cuales los actores estelares del Frente de Todos actúan a contramano de sus intereses. Es empresa bien difícil tratar de entender porque en su hora más difícil no aciertan a cerrar filas, dejar de lado sus diferencias y marchar en una sola dirección.
Es sabido desde siempre que, al menos entre nosotros, los grandes empresarios no son gente de armas llevar. En parte, por el poder que acredita un Estado tan ineficiente como intimidante y, en parte, por su forma de ser, los capitanes de la industria, el comercio y los servicios son proverbialmente mansos a la hora de tratar con los gobernantes de turno.
Era lógico que frente al descalabro sufrido en las PASO y al posterior estallido de la interna oficialista que -como nunca- puso frente a frente al presidente de la Nación y a la jefa del kirchnerismo, el gobierno obrase un cambio de figuritas y tratase de darle un impulso nuevo a la campaña electoral de cara a las elecciones generales de noviembre.
Nadie fue capaz de percibir el cambio que se produjo, en una parte considerable de la sociedad, desde el momento en que estalló la pandemia hasta el día en que se substanciaron las PASO. Con base en la juventud, hubo en el Gran Buenos Aires y en la Capital Federal una suerte de giro copernicano respecto de la forma como la franja etaria que va de los 16 a los30 años -poco más o menos- juzga el papel del Estado, la actuación de la clase política y -sobre todo- cómo imagina el futuro en términos de calidad de vida y posibilidades de trabajo.
Cuando no se han acallado los ecos de ese verdadero terremoto electoral que astilló los sillares de la arquitectura política kirchnerista, y aún resuenan los de la feroz e inaudita interna que dirimieron Alberto y Cristina Fernández a vista y paciencia de la sociedad, la incógnita de mayor peso que se recorta en el horizonte se reduce y se resume a la siguiente pregunta: ¿cómo habrá de administrar el Gobierno, de ahora en adelante, la crisis en la que se halla metido?
Como era previsible el gobierno -arrinconado por la derrota de dos semanas atrás y falto de una estrategia distinta a la puesta en marcha cuando la campaña electoral dio comienzo- se ha lanzado a repartir plata, heladeras, bicicletas, planes y lo que tenga a mano para dar vuelta el resultado de las PASO.
El domingo antepasado, cuando se conocieron los resultados de la elección y las principales figuras del gobierno -después de horas de mutismo- debieron aceptar la derrota, por boca del presidente escuchamos que no echaría en saco roto la voz del pueblo, transparentada en las urnas.
El kirchnerismo es semejante, en estos momentos, a un buque que navega a la deriva, escorado, en un mar que no le da respiro. No pueden sus dirigentes hacer un análisis desapasionado del huracán que el domingo los pasó por encima, y fijar un rumbo que les permita -cuando menos- llegar recompuestos a la prueba de fuego que deberán enfrentar dentro de dos meses, apenas.
Entre las primeras horas de la madrugada y las últimas de la tarde del próximo lunes, una vez conocidos los resultados de las urnas, comenzarán en parte a despejarse las incógnitas que se hallan a la orden del día y han dado lugar en los últimos tiempos a un sinfín de especulaciones respecto del futuro, tanto de los candidatos como de las fuerzas políticas en pugna.
Permítasenos hacer un ejercicio de ciencia ficción. Imaginemos sólo por un momento que, contrariando toda lógica y conspirando contra sus propios intereses, Alberto Fernández, Victoria Tolosa Paz y Sabina Frederic se hubiesen puesto de acuerdo para darle un espaldarazo a la campaña de Juntos por el Cambio. Que hubiesen forjado un plan secreto con arreglo al cual desenvolver su acción y que, luego de no pocas reuniones y cambios de ideas, lo hubieran llevado a la práctica.
Más allá del discurso de campaña y de los vaticinios respecto de un triunfo seguro en las próximas elecciones, que sus principales voceros proclaman a los cuatro vientos, el kirchnerismo arrastra preocupaciones que no puede -por razones obvias- hacer públicas.
Los ángulos desde los cuales es pertinente analizar y juzgar el escándalo estallado a instancias de la decisión presidencial conocida hace pocos días de festejar -hace un año, en plena cuarentena- el cumpleaños de Fabiola Yáñez son varios, como lo demuestran los cientos de artículos y comentarios conocidos desde el momento en que se hicieron públicos los hechos.
Siempre es conveniente conocer cuál es el terreno que pisamos, los puntos que calzamos, la sociedad de la que formamos parte, las instituciones que nos envuelven, los distintos grupos humanos que conforman el país, la Justicia que tenemos, la clase política que nos dirige y la manera como decidimos vivir.
Las campañas electorales obran el efecto, al menos mientras duran, de un narcótico: nos distraen del mundo verdadero y nos sitúan en un escenario que sólo se sostiene por el afán de los políticos y los intereses que hay en juego.
En un país que desde hace décadas marcha a la deriva, sin brújula ni derrotero específico, pensar que su clase política podría ser la excepción a semejante estado de cosas sería ridículo.
¿Qué le importa más a la ciudadanía a la hora de votar? ¿El comportamiento antes y durante la campaña electoral de quienes, al menos en teoría, habrán de representarla en las dos cámaras del Congreso Nacional; la situación económica, tal cual se refleja en el bolsillo de cada uno de los ciudadanos que quedarán habilitados para concurrir a los comicios en los próximos meses de septiembre y de noviembre; o -en su defecto- la impronta ideológica que llevan a cuestas?
El devaluado Daniel Scioli tuvo la suerte que desde hace rato le es absolutamente esquiva a Alberto Fernández. La Copa América que debió jugarse en nuestro país por decisión del gobierno argentino terminó disputándose en Brasil con el resultado final que, a esta altura, no es secreto para nadie. Una vez que el equipo de Scaloni se impuso al de Tite y se consagró campeón, la foto más deseada para cualquier político criollo era una que lo retratase junto a Lionel Messi o el equipo en su conjunto.
Se equivocaría de medio a medio quien creyese que los incondicionales del kirchnerismo habrán de decidir el resultado de las próximas elecciones. No menor sería el error de aquel que considerase que los enragés de Juntos por el Cambio serán la carta decisiva que tendrá esa agrupación para ganar en el próximo mes de noviembre.
Hace cuarenta y ocho horas, pocas más o menos, Juan Carlos Fabrega, otrora titular del Banco Central durante la segunda gestión presidencial de Cristina Kirchner, anticipó algo que, en mayor o menor medida, descuentan los principales operadores y analistas de la City, y los mercados en general: que, sustanciadas las elecciones del mes de noviembre, el gobierno deberá devaluar el tipo de cambio.
Las diferencias que -grieta mediante- separan hoy a los dos principales frentes político-electorales de nuestro país no hacen más que agudizarse conforme transcurren las semanas, ganan envergadura las respectivas campañas y se acercan los comicios previstos para los próximos meses de septiembre y noviembre. Está en la lógica de las cosas que dos bandos que se consideran enemigos -y no simples adversarios- escalen sus disidencias al máximo antes de que la ciudadanía ingrese al cuarto oscuro.