Jorge Raventos
Durante este fin de semana el oficialismo y Juntos por el Cambio empezaron a negociar los pasos que culminarían el lunes 7, con los que se pudo rebobinar la tensión institucional que se había creado en el Congreso.
El presidente Alberto Fernández está decepcionado: su gobierno acaba de renegociar una deuda monumental y ha sacado al país de la situación de default que arrastraba desde más de un año atrás, y siente que, sin embargo, tanto la prensa más extendida como un sector apreciable y activo de la sociedad lo maltratan.
Su pasión por el ajedrez suele inducir a Eduardo Duhalde, también en sus movimientos políticos, a conjeturar escenarios anticipados y a calcular estrategias destinadas a neutralizar las amenazas que sospecha dos o tres jugadas más adelante.
El último lunes, con otra fecha patriótica como sombrilla, volvió a movilizarse en la ciudad de Buenos Aires y en otras ciudades y pueblos del país la heterogénea confluencia de sectores intensos que se consideran amenazados por el gobierno de Alberto Fernández:
“Todo problema complejo tiene una solución simple...que habitualmente es falsa”. La frase es de Umberto Eco y castiga con ironía la tendencia al reduccionismo de muchos relatos que pretenden explicar asequiblemente un tema, pero en verdad lo tergiversan y confunden o, simplemente, relatan otra cosa.
Con el anuncio de que el país ha alcanzado el acuerdo con una decisiva proporción de los tenedores de deuda en dólares, el gobierno consigue, finalmente, un éxito en esta materia decisiva.
La reforma de la Justicia que ha puesto en marcha el presidente Alberto Fernández despierta respuestas paradójicas. Se trata de la iniciativa política más importante que ha encarado el gobierno desde que asumió, casi ocho meses atrás.
Mientras que, después de una extensa cuarentena, la Argentina (sobre todo la región metropolitana) parece toparse finalmente con el demorado pico de la pandemia, empiezan a observarse señales de lo que vendrá después. Algunas son prometedoras; otras, inquietantes.
En el poblado universo de los comentaristas de la actualidad argentina parece últimamente prevalecer una interpretación: la grieta política se ha ensanchado, el poder gira alrededor de dos extremos (encarnados por Cristina Kirchner y Mauricio Macri) y el centro del espectro naufraga entre la debilidad, la impotencia y la tensión que ejercen los bordes confrontativos.
La fuerza potencial de Fernández reside en que puede encabezar una coalición más allá del sector con el que llegó a la Casa Rosada.
Aunque signadas por la penosa quietud que provoca la pandemia, las últimas semanas no han estado desprovistas de hechos políticos significativos.
En las últimas semanas el gobierno que preside Alberto Fernández atraviesa un momento delicado: se combinan un agravamiento de la epidemia de Covid 19 en el ámbito metropolitano, la agudización de las tensiones con los bonistas en el capítulo decisivo de la negociación por la deuda y las derivaciones de un paso en falso propio (la iniciativa de intervención y expropiación de la empresa Vicentin, precipitada en el anuncio, turbulenta en su desarrollo y postergada en su concreción final).
Seguramente este viernes el ministro Martín Guzmán formalizará la nueva propuesta del país para concluir un arreglo con los tenedores de deuda argentina bajo ley extranjera.
A una semana de completar sus primeros seis meses, la presidencia de Alberto Fernández se ha visto obligada a dedicar casi la totalidad de ese tiempo a lidiar con dos problemas mayores: la deuda y la pandemia del coronavirus.
El ministro Guzmán y los grupos de bonistas decidieron extender las negociaciones más allá de la fecha del vencimiento.
La política argentina sigue girando, ante todo, alrededor de la pandemia y de las políticas adoptadas para enfrentarla. La realidad del coronavirus en la Argentina se muestra heterogénea: la zona metropolitana, con cifras de contagio crecientes cada día, es sin lugar a dudas el epicentro del problema.
El gobierno de Alberto Fernández ha soportado en las últimas semanas las consecuencias paradójicas de su éxito sanitario: el número de muertos por coronavirus y el promedio de víctimas y de infectados por número de habitantes de Argentina es ínfimo comparado con las cifras de Brasil, de los Estados Unidos, de Francia o de Chile (por citar sólo algunos ejemplos).
Sin descuidar la atención a la guerra contra el covid-19 (que exige todavía administrar la cuarentena), Alberto Fernández libra estos días partidas simultáneas: conduce los movimientos de su ministro de Economía, Martín Guzmán, en las negociaciones destinadas a reestructurar la deuda y despliega amplias maniobras en distintos tableros para contener la ansiedad y las presiones de quienes reclaman un rápido fin de las medidas de resguardo que paralizan una economía que ya venía maltrecha antes de la pandemia.
La moneda está en el aire: si los acreedores de deuda argentina asentada en legislación extranjera no aceptan la oferta de reestructuración que ha elaborado el ministro de Economía Martín Guzmán, el país caerá en el default que ciertos analistas vienen profetizando y que el presidente Alberto Fernández ha dicho que prefiere evitar, pero ha bautizado como "default virtual".
Desde que el rasero del coronavirus empujó a un segundo plano la preocupación por la deuda externa y el riesgo país -dos marcas distintivas de Argentina, la lucha contra la pandemia pasó a monopolizar la atención pública y se transformó en el eje reorganizador de la situación política.
En público y sobre todo en privado se libra estos días una discusión sobre la decisión política del gobierno de darle prioridad plena a los criterios de sanidad que aconseja la Organización Mundial de la Salud. La mayoría de los analistas, algunos con objetividad, otros con pesar, coinciden en que la guerra contra el coronavirus ha fortalecido al Presidente.
Aunque en el marco de la catástrofe mundial las moderadas cifras que la pandemia genera en Argentina sostienen el respaldo al gobierno de Alberto Fernández que acredita la mayoría de las encuestas, hay muchas señales de que esa atmósfera de resignada satisfacción puede encontrarse con límites de distinto carácter.
Si hasta hace dos semanas la renegociación de la deuda (particularmente la contraída bajo ley extranjera) figuraba al tope de las prioridades del gobierno de Alberto Fernández, ahora ese puesto ha sido monopolizado por la lucha contra el coronavirus. La agitación por la pandemia es el tema central. Y el gobierno se reperfila.
El lunes 9 de marzo el gobierno de Alberto Fernández dio la primera puntada formal de la reestructuración de la deuda soberana. Ese día se publicó en el Boletín Oficial el decreto con el cual el Presidente autoriza al Ministerio de Economía a refinanciar 68.842 millones de dólares emitidos bajo ley extranjera.
La apertura formal de un nuevo período legislativo, consumada el último domingo con la presentación del Presidente ante el Congreso, coincidió con un momento de cambio de las relaciones entre el oficialismo y el complejo de fuerzas que lo resisten.
El miércoles 12, el ministro Martín Guzmán explicó ante el Congreso las líneas generales de su estrategia para renegociar y volver sustentable la deuda ("asfixiante", adjetivó) que el país mantiene con acreedores privados y con el Fondo Monetario Internacional.
De vuelta de una gira de resultados excelentes (pero, ojo, hay que esperar el paso de las palabras a los hechos), Alberto Fernández tiene que empezar abrir un poco más su juego.
El presidente Alberto Fernández continúa en Europa sus gestiones encaminadas a la renegociación de la sofocante deuda que soporta el país.
La performance personal de Alberto Fernández en el escenario internacional comenzó con rasgos heterodoxos. Lo habitual es que el primer viaje oficial de los presidentes tenga como destino a Brasil, gran vecino y socio comercial; Fernández empezó por Israel.
Cinco años atrás, el 18 de enero de 2015, la Argentina se enteró, anonadada, de que Alberto Nisman, el fiscal de la causa AMIA, había sido encontrado muerto en su departamento de Puerto Madero. El país ingresaba dramáticamente en un año electoral que culminaría con el ascenso a la presidencia de Mauricio Macri.
Un mes de gestión -hoy lo cumple el gobierno de Alberto Fernández- no es un plazo suficiente para grandes evaluaciones.
Los mercados se expresaron en su propio idioma: bajó significativamente el índice de riesgo del país y la opinión pública está premiando al Presidente con un 60% de imagen positiva.
El nuevo período presidencial se inicia determinado por la política internacional, una circunstancia que subraya el rol que deberá cumplir el flamante canciller, Felipe Solá tanto como los responsables de la economía, Martín Guzmán y Matías Kaufas.
Alberto Fernández prometió que recién a mediados de la semana, menos de siete días antes de asumir la presidencia, anunciará la composición de su gabinete.
Ya en la recta que conduce al traspaso de mando en Argentina, la política local produce sus ajustes de última hora mientras mira observa atentamente lo que ocurre en la región, donde se registra un doble regreso al escenario: el de las grandes manifestaciones que se despliegan en las calles y, en paralelo, el de una incipiente presencia activa de los militares; en algunos casos (el Brasil que preside Jair Bolsonaro) para virtualmente cogobernar, en otros (Ecuador, Chile, Perú), para prestar auxilio a los gobiernos civiles en funciones, y en otro (Bolivia) facilitando el derrocamiento del presidente en ejercicio.
A mediados de octubre, cuando crecían en Chile las manifestaciones de oposición al gobierno de Sebastián Piñera, la ministra de Seguridad de Argentina, Patricia Bullrich, se apuró a declarar que "en Chile no hay una protesta social, sino una insurrección con carácter cuasi terrorista (...) hay un intento de hacer caer ese gobierno".
El gobierno de Estados Unidos de Donald Trump se guía por hechos, no por palabras.
El viernes por la tarde, horas antes de iniciar su primer viaje al exterior como presidente electo (destino: América del Norte, más precisamente Méjico), Alberto Fernández recibió una llamada muy importante.
No hubo preguntas periodísticas ni cruces previstos entre los propios competidores: se trató de un debate sin debate.
La victoria del radicalismo mendocino que lidera el gobernador Alfredo Cornejo en el comicio provincial del último domingo, representó un contratiempo para el entusiasmo del peronismo, pero no fue de gran ayuda para la Casa Rosada. Los radicales mendocinos no quisieron recibir enviados del gobierno nacional a la hora de los festejos: "¿Qué p... tiene que hacer Macri acá, en una elección de la provincia?".
Este sábado, en Barrancas de Belgrano, el gobierno inicia una larga marcha en pos del milagro de una recuperación electoral en octubre capaz de habilitar el albur de un ballotage en noviembre. Una conmovedora muestra de fe que acaso obtenga un primer consuelo el domingo en Mendoza, si el radical Rodolfo Suárez gana la disputa por la gobernación provincial a la candidata kirchnerista Anabel Fernández Sagasti.
Aunque la expresión tiene una resonancia alarmante, no es exagerado afirmar que el país camina al borde del vacío de poder. Después de las primarias del 11 de agosto (esa elección que, según Elisa Carrió, "no existió"), la presidencia de Mauricio Macri quedó prendida con alfileres, se agudizó la incidencia de la economía sobre la gobernabilidad y se estableció para el Gobierno una dependencia creciente de sus relaciones con el bando victorioso, que no está encabezado por un presidente legalmente electo aún, sino por el candidato que -según la mirada realista de la mayoría de propios y ajenos- lo sucederá... en el mejor de los casos, en el aún lejano mes de diciembre.
Se ha comparado la manifestación de apoyo a Mauricio Macri del sábado 24 de agosto, convocada desde Madrid por Luis Brandoni y Juan José Campanella, con aquella `Plaza del Sí' de abril de 1990 que promovió el periodista Bernardo Neustadt en respaldo del gobierno de Carlos Menem.
Para hacerse cargo de la etapa final fue convocado Hernán Lacunza, un funcionario sobrio, eficaz y respetado.
Finalmente, el miércoles 14 se produjo el encuentro telefónico entre Mauricio Macri y su probable sucesor, el triunfador de las PASO, Alberto Fernández.
El realismo indica que la prioridad no puede ser ya la reelección, sino la gobernabilidad presente y futura.
A 48 horas de las PASO, los encuestadores suspiran de alivio ante la prohibición de difundir sus estudios: están embargados por la perplejidad, no se consideran en condiciones de pronosticar un ganador.
En el último tramo de la primera etapa de una carrera electoral que concluye en octubre (la extrema polarización induce a pensar que no habrá segunda vuelta), el oficialismo, aunque todavía perdidoso en las encuestas, empieza a evidenciar algunas capacidades estratégicas.
Los Fernández siguen primeros y, pese al discreto vaticinio optimista del oficialismo, podrían ganar en octubre. Inclusive, si se dan ciertas circunstancias, podrían imponerse directamente en primera vuelta. ¿Vuelve Cristina, entonces?
Las últimas encuestas -enmarcadas en la, por varias semanas, serena navegación del dólar y en la atmósfera de apertura suscitada por la incorporación de Miguel Pichetto al vértice oficialista- alimentan el optimismo del gobierno.