Será que nadie en el país cree demasiado en todo lo que dice en sus discursos Cristina Kirchner. Sólo así se explica el enorme descentramiento que la vicepresidenta se permite entre su responsabilidad política actual y el colapso terminal del país que describe mientras gobierna.
La vicepresidenta de la Nación (subráyese: en ejercicio) dice que en Argentina “no hay un Estado democrático constitucional”. Denuncia la implosión definitiva de los poderes del Estado y, por si fuera poco, también la ruina de la economía y la moneda. Luego de lo cual se retira a cenar a sus aposentos. Al día siguiente desayuna, lee los diarios, atiende a sus mascotas, organiza alguna visita al Senado. Vive y gobierna.
La alienación entre lo que dice y lo que hace la segunda autoridad del país es tan pronunciada que sólo la palabra de Alberto Fernández parece más devaluada. A poco de terminar su disertación en la Universidad de Río Negro, cuando bajó del estrado y quedó expuesta por un momento al diálogo imprevisto con sus seguidores, Cristina Kirchner fue interpelada por quienes le piden que sea candidata. Respondió otra vez evasiva. Prometió que más allá del lugar que ocupe en su vida pública futura, no abandonará a quienes confiaron en ella.
Ese cuadro sintetiza la escena. Lo único que el público esperaba del acto fue lo único que ella no ofreció. Pero el mensaje de Cristina Kirchner sobre cualquier candidatura suya sigue atalonado en la retranca y entra en una doble contradicción con su descripción del derrumbe nacional: no sólo tiene responsabilidad presente en lo que describe, sino que deserta de la responsabilidad que ella aconseja para el futuro. El mensaje de la vice expuso esas fragilidades y otras tantas que terminan de delinear una parábola de declinación crepuscular.
Cristina, por caso, no sabe ubicar el punto histórico de arranque del Estado democrático cuyo colapso anuncia. De a ratos sostiene el canon que ubica ese hito en 1983, al final de la dictadura. Sus seguidores lo celebraron ayer con otra fecha, marzo de 1973, al sólo efecto de exhumar la épica del “Luche y vuelve”. Ella misma vacila y lo reubica en 2003, con la asunción de Néstor Kirchner. Este último dato no es menor. Si el Estado democrático que está implosionando es el que alumbró en 2003, ella y Alberto Fernández serían -según su propia descripción del caos reinante- los sosias actuales de Fernando de la Rúa y “Chacho” Álvarez.
Estas peregrinaciones erráticas de Cristina Kirchner por las efemérides obedecen a la necesidad de decir que, en septiembre del año pasado, cuando se produjo el atentado fallido contra su vida, se terminó definitivamente el pacto democrático en la Argentina. Pero eso no ocurrió. El inadmisible atentado que padeció está siendo juzgado y nunca pudo probarse la trama política del magnicidio que le urge a la vicepresidenta para sostener su relato auto centrado.
Como además habrá elecciones este año, que contrastarán con su retrato del colapso sistémico, Cristina agita un fantasma supletorio: el de la fragmentación al estilo peruano. Un riesgo n desdeñable, pero al que decide contribuir levantando como polaridad opuesta a Javier Milei. Porque eso le conviene para retener la provincia de Buenos Aires, que es al fin y al cabo el destino que avizora como salida posible.
Ahora se ve con mayor claridad el intrincado laberinto en el que Cristina se ha metido al maridar su proyecto político con su estrategia judicial. Las 1600 páginas del fallo en la causa Vialidad, dice Cristina, son sólo un fárrago de frases sin pruebas. Pero ella tropieza sin argumentos con sólo dos palabras: Lázaro Báez.
El efecto de sus definiciones económicas también ha menguado. Lo que dijo del acuerdo con el FMI y su sustentabilidad futura es una obviedad, pero no termina de explicar por qué se opuso a lo que no se opone. Necesita sostener el ajuste de Sergio Massa.
Hasta el formato de sus apariciones se ha desgastado: ¿Cristina describe la ruina de la patria, pero ante el llamado de la acción privilegia la cátedra? Eso es casi una deserción honoris causa.
Edgardo Moreno