Pero la envergadura de Lilita -como la conocen todos- va mucho más allá. Por de pronto y aun cuando no hubiese sido electa diputada, sus pergaminos éticos y su valentía avalarían cualquier denuncia que se le ocurriera levantar. El poder que posee no es producto del cargo que ostenta sino de la autoridad ganada en tantos años de lucha en pro de las instituciones.
En el gobierno la respetan y no pocos de sus integrantes la admiran. Todos, sin excepción, empezando por Mauricio Macri, tiemblan al momento de escuchar sus críticas públicas. Porque la jefa de la Coalición Cívica, al par de convertirse -por voluntad propia y por pedido del mismo presidente- en la primera espada del oficialismo en la Cámara baja del Congreso Nacional, no distingue entre amigos y enemigos a la hora de cargar contra la corrupción.
Nadie, de la actual administración, es capaz de manejarla ni -mucho menos- de hacerla callar. Hace cuanto quiere y es ella quien decide los tiempos y el tono de las denuncias lanzadas a diestra y siniestra, sin importarle demasiado las consecuencias que ellas arrastren. Es lógico que así sea, si se entiende que la doctora Carrió es el ejemplo por antonomasia de la política testimonial en la Argentina.
La semana pasada no dejo títere con cabeza. Si bien no dio todos los nombres que tiene en la cabeza, no hacía falta. Cualquiera con un mínimo de entendimiento sabe quiénes son los depositarios de sus críticas. Desde Balcarce 50 intentaron ponerle paños fríos a la vehemencia oral de su aliada. Empresa -demás está decirlo- condenada de antemano al fracaso. Los dardos, esta vez, no fueron enderezados a expensas de Ricardo Lorenzetti. Estuvieron dirigidos al aparato de inteligencia del Estado. Concretamente, la embestida la enderezó contra Silvia Majdalani.
Más allá de que algunas de sus tronitonantes denuncias no se correspondan con las pruebas que deberían respaldarlas, lo cierto es que Lilita genera credibilidad. Buena parte de la sociedad está dispuesta a considerar serias sus afirmaciones, antes incluso de analizarlas con detenimiento. Ello en virtud de que las más de las veces ha llevado razón.
Lejos de la diputada está la intención de poner a la coalición gobernante -de la que forma parte- en un brete. Aunque, más allá de que no sea ésa su voluntad, le genera a Macri un problema serio. Lo que le está exigiendo Carrió y una porción importante de la sociedad al macrismo -el que los corruptos vayan presos- es poco menos que imposible. ¿Por qué? Para contestar semejante pregunta basta la comparación que sigue: en Brasil -desde el escándalo desatado entorno de Petrobras, pasando por el affaire Odebrecht y ahora el de los hermanos Batista- han sido imputadas y se hallan detenidas más de 1300 personas, entre políticos y empresarios. Todo en apenas año y medio. En nuestra Argentina, en cambio, se pueden contar con los dedos de la mano quiénes están detrás de las rejas, por iguales motivos: Lázaro Báez, Ricardo Jaime y José López.
Contra lo que piensan muchos -incluida Lilita Carrió-, no hay funcionarios del gobierno nacional que obren como valedores del ex–ministro Julio De Vido. No existe nadie que le haya pedido a un juez que mire para otro lado. Lo que sucede es algo mucho más complejo -o, si se desea, menos lineal. Además de serio. La cuestión central no radica en la complicidad de parte de la administración de Cambiemos con ciertos juzgados. La sola idea de que los magistrados federales -con asiento en avenida Comodoro Py- reciben instrucciones de Balcarce 50 no resiste análisis. No porque, en un acto de arrojo, se hallan empacado frente a Macri y se hayan considerado vestales injuriadas. Nada de eso. La relación -aceitada como pocas- que en su momento mantuvo el menemismo y luego el kirchnerismo con aquéllos, hoy no existe porque el presidente no termina de entender cómo funciona la justicia en la Argentina.
En un país del Tercer Mundo -para colmo de males, sin instituciones- la justicia nunca constituye un poder independiente. Aquí, desde hace décadas, los jueces federales -salvos honrosas excepciones- han sido apéndices del poder de turno. Funcionan en la medida en que reciben órdenes claras. De lo contrario se echan a la retranca y cajonean las causas.
Los delincuentes que en Brasil se hallan detenidos, entre nosotros se pasean a vista y paciencia del público, en virtud de que el presidente carece de interlocutores válidos con los máximos estamentos de la justicia. No baja línea y entonces los magistrados se hacen los distraídos. Son sumisos ante el látigo. No se asustan, inversamente, si se los quiere asustar con una chancleta.
Un análisis realista debería indicarle a los ocupantes de la Casa Rosada que, al resultar imposible pasar a retiro a la totalidad de los jueces federales, entre dejarlos que dilaten las causas o darles instrucciones, convendría lo segundo. Y si a alguien lo escandalizase la explicación y dijese que una administración republicana hace bien en no entrometerse con la justicia -que debe ser independiente- tendría toda la razón del mundo. A condición de saber que -como tenemos las instituciones del Riachuelo y no las de Suiza- con buenas intenciones los ladrones le seguirán haciendo pito catalán a los bienpensantes.
Mauricio Macri no se animó de entrada a fulminarla a Alejandra Gils Carbó por decreto. En su lugar, cometió la torpeza de tratar que los dos ministros de la Corte que impulsaba entraran por la ventana a ese tribunal. Fue una torpeza de antología. Luego de un año y medio de gestión y tras anunciar con bombos y platillos que uno de los jueces más cuestionados de Comodoro Py, Eduardo Freiler, sería cesanteado, a último momento el miembro del Consejo de la Magistratura que decidiría la votación y siempre había sido sumiso a los pedidos del kirchnerismo hizo algo enteramente lógico: terminó de cerrar filas con los defensores de Freiler. Conclusión: los pares de este último festejaron el traspié gubernamental, no sin alborozo. No lo hicieron en público, pero sacaron pecho.
Es posible que Elisa Carrió se salga con la suya y Silvia Majdalani en poco tiempo más se tenga que ir a su casa. Eso no cambiará el cambalache que es la agencia de inteligencia del Estado argentino. En cuanto a Julio de Vido, otro de los desvelos de la diputada, si algún día habrá de hacerle compañía a Ricardo Jaime no será por la diligencia de nuestra justicia. Antes al contrario, por la confesión de la gente de Odebrecht.
Vicente Massot