Miércoles, 04 Octubre 2017 21:00

El cambio post–electoral

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Es conveniente distinguir lo que resulta impactante en la política criolla de aquello que, sin aparecer en las portadas de los principales diarios o en los programas de mayor rating de la televisión, es verdaderamente importante.

 

No siempre la diferencia entre lo uno y lo otro es nítida y puede establecerse con facilidad, en razón de los parámetros que cada uno utiliza como válidos para fijar el grado de impacto y la trascendencia de determinados hechos. Pero aun cuando la citada dificultad sea cierta, hay acontecimientos sonoros, rutilantes, que a la larga no pasan de eso; y a la par, hay sucesos poco espectaculares que, sin embargo, generan consecuencias decisivas por su peso específico.

A fines de la semana pasada nos enteramos de que el Papa no nos visitaría el año próximo. La noticia, que corrió como reguero de pólvora, fue tratada del derecho y del revés por casi todos los medios y por los analistas y comentaristas radiales y televisivos del país. Que el sucesor de Pedro haya decidido no aterrizar en estas playas, después de viajar en su pontificado a diversos países iberoamericanos, disparó un sinfín de especulaciones.

Se da por sentado, como si fuera un dogma de fe inmaculado, que la llegada de Francisco tendría para nosotros una importancia trascendental. En consecuencia, que una vez más el Papa haya decidido evitar a la Argentina despierta sospechas y genera teorías de la más diversa índole. Lo que debería ser considerado natural se convierte en una cuestión de estado o poco menos.

En realidad, que Francisco se haga o no presente nunca puede serle indistinto a la grey católica. De ahí a que su ausencia tenga un significado político, media un abismo.

Ninguna de las asignaturas pendientes de los argentinos ni de los problemas que nos aquejan ni de las diferencias que nos dividen, habrán de zanjarse o solucionarse porque en la nutrida agenda vaticana se incluya a nuestro país. Con padrenuestros y avemarías no se hace política.

Otro tanto cabría decir del caso Maldonado. Sigue siendo materia de debates, movilizaciones (algunas de ellas en el exterior), impugnaciones y peleas a brazo partido, sin que resulte de los mismos nada positivo. Si es que estuvo presente el día del enfrentamiento con la Gendarmería, lo más probable es que se haya ahogado y a su cuerpo se lo haya tragado el río. Porque es posible que no se encontrase ese día entre los manifestantes mapuches. Como quiera que sea, y aunque el comentario disguste, su súbita desaparición nada va a cambiar de la Argentina. Es uno de los tantos hechos desgraciados que ocurren aquí y en cualquier parte del mundo. Trágico moralmente, es a esta altura políticamente intrascendente.

En un orden absolutamente distinto, la distinción cabría hacerla extensiva -sin que se resienta el análisis por la falta de seriedad- al fútbol. Cualquiera que sea el desenlace del partido que disputarán en la cancha de Boca, nuestro seleccionado y el de Perú, sus efectos políticos serán nulos. Puede que cambie el humor de muchos en consonancia con el resultado. Nada más. El encuentro cubrirá la portada de todos los matutinos, será objeto de análisis y polémica, y punto. A buena parte del país le interesa mucho más Messi, Di María, Romero, el Kun Agüero y el resto de los integrantes del combinado nacional, que toda la partidocracia junta. Es un dato sociológico impactante, que no mueve el amperímetro político.

De lejos, el hecho de mayor trascendencia de la semana pasada fue la detención del todopoderoso caudillo de la UOCRA platense, conocido como el Pata Medina. Revela dos  cosas al mismo tiempo: la decisión de la mayoría de los jueces de cerrar filas con el gobierno y la del macrismo de llevar el embate en contra de determinados factores de poder mafiosos hasta las últimas consecuencias. El líder sindical no terminó preso por un úcase presidencial ni tampoco por un pedido explícito de la Casa Rosada a un magistrado o a un fiscal. Cuanto hubiera sido imposible de imaginar siquiera apenas tres meses atrás, luego de las PASO se ha convertido en la regla.

No fueron pocos los que pensaron que la suerte corrida antes por el Caballo Suárez había sido una excepción y que la coalición oficialista no se iba a animar a avanzar más. Ha quedado en evidencia que estaban equivocados. El presidente sabe mejor que nadie que, más allá de sus intenciones y de las versiones que han dejado trascender desde Balcarce 50, el espacio para poner en marcha reformas de carácter estructural después de las elecciones de octubre, es angosto. No significa que Cambiemos sólo se halle en condiciones de hacer cosmética, pero suponer que podrá generar un giro copernicano es soñar despierto.

Poner en caja el gasto público -hoy representando más de 45 % del Producto Bruto Interno- llevará décadas. Una reforma provisional de fondo requerirá de un consenso societario que de momento no existe. Desde el punto de vista impositivo se podrán quitar cargas para crear inmediatamente otras; nada más. Por fin, en la modificación del régimen de relaciones laborales se darán algunos pasos hacia delante, no muchos. En cambio, el camino para enviarle un mensaje claro, a una sociedad descreída de que la impunidad ha llegado a su fin y que los corruptos terminarán delante de un tribunal, con la posibilidad de ir presos, se halla al alcance de la mano del gobierno.

Hubiera resultado un esfuerzo válido que Cambiemos se hubiese empeñado en dar una batalla de ese tipo antes de fortalecerse y obrar un cambio relativo en la relación de fuerzas, como sucedió con posterioridad a las PASO. Pero con una victoria segura en octubre, ahora la condición necesaria para llevar a juicio y condenar a Amado Boudou, Julio de Vido, el Pata Media y otros -entre los cuales no debería descartarse a la ex–presidente y a su hijo-, desplazar a Alejandra Gils Carbo -el único alfil que Cristina Fernández plantó antes de abandonar la Casa Rosada en el tablero de poder de la Argentina- y dar de baja no pocas canonjías de la clase política, está dada.

El 23 del presente mes comenzará una nueva etapa, inédita en nuestro país. No tendrá que ver con modificaciones estructurales en la administración pública ni con recortes sustantivos en el gasto público. Sí con la impunidad que, por espacio de décadas, existió entre nosotros y benefició a ciertos factores de poder que resultaban intocables. No correrá sangre, aunque unos cuantos políticos, sindicalistas, jueces y empresarios emblemáticos mirarán la realidad detrás de las rejas de una cárcel. No sucederá de un día para otro, lo cual resultaría imposible. No obstante el año 2018 traerá novedades de bulto al respecto. Algo que nunca antes había pasado. 

Vicente Massot

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