De tal modo, desaparecería una tentación “fundacional” que los inclina a rediseñar cada vez los lineamientos de una “nueva” (¿) democracia, que impidiese volver a los supuestos errores del pasado, aplicándose a esta “misión” con inusual fervor, mientras destruyen “lo anterior” con la misma torpeza de una manada de elefantes caminando entre las estanterías de un bazar.
“El principio de la sabiduría política”, sostiene Robert Moss, “es aceptar el hecho de que no hay planes que cubran todos y cada uno de los detalles, porque no existen varitas mágicas en la historia. Lo que se necesita ES EMPRENDER UNA DIFÍCIL TAREA DE INVESTIGACIÓN E INNOVACIÓN RESPECTO DEL PASADO”.
En este sentido, nuestra partidocracia ha fomentado siempre una cierta mediocridad “ad hoc”, sin promover el surgimiento de verdaderos conductores, porque la aspiración final de los políticos ha consistido en perpetuarse en sus cargos, considerando que el nuevo ciclo que inician cuando son elegidos necesita reelecciones indefinidas (¿) para coronar un éxito, desconociendo la esencia de una auténtica democracia: la alternancia en el poder.
En algún momento de estos últimos dos años y medio, Cambiemos cayó en la tentación de aislarse de algunas tradiciones democráticas, que se caracterizan por ser simples mecanismos de interacción entre quienes gobiernan, sus opositores y la opinión pública.
Así comenzó a gestarse una cierta falta de “concordia” que le impidió a sus funcionarios comprender que nadie que haya sido elegido por el voto –o designado por las autoridades competentes-, debe arrogarse una suerte de derecho “divino” para imponer condiciones a los demás sin derecho a réplica.
Vimos así muchos globos, bastante encierro entre cuatro paredes (¿mesas chicas?) y pésima comunicación, que terminaron reproduciendo un escenario ya ocurrido antes, que podría resumirse en una frase irónica de Cristina Fernández que en su tiempo le provocó tanto escozor a los mismos integrantes del actual gobierno: “si no les gusta lo que hacemos, formen un partido y preséntese a elecciones”.
La democracia no es eso. No significa que un gobierna impone a los demás un acto de fe. Tampoco que deba elegir NECESARIAMENTE a los mejores para trabajar en su seno, sino a aquellos que demuestren interés en hallar soluciones para los problemas irresueltos, para salir adelante…HASTA EL FIN DE SU MANDATO.
“Ningún conjunto de instituciones políticas”, dice Moss, “ES UN FIN EN SÍ MISMO, sino una mera forma de alcanzar un fin superior que permita recordar cómo en muchas oportunidades, quienes no lograron entender este criterio fundamental –y de ningún modo académico-, abrieron las puertas a los enemigos de la libertad y la democracia”.
Nosotros ya lo hemos experimentado con largueza.
Con alguna de sus torpezas, Cambiemos “devolvió” poco a poco al escenario político a muchos impresentables, que impactados por el triunfo concluyente de la actual coalición –sobre todo en la provincia de Buenos Aires-, habían quedado casi mudos, atontados y sin más remedio que aceptar que el futuro pasaría por otras manos.
La tentación de Macri y sus colaboradores por sustituir un proceso político tradicional, creyendo que podrían manejarse con una suerte de élite autodesignada, error que también cometieron en su tiempo el radicalismo y el peronismo (“puerta de hierro”, “coordinadora” y otras variantes), no satisfizo a nadie y subsistió hasta que comenzaron a cometer algunas equivocaciones; inexplicables en quienes habían llegado a concitar una gran esperanza de “cambio” para una sociedad hastiada de la corrupción y la ineficiencia.
Un gobierno puede tener muy buenas intenciones, pero si por falta de cuidado, o por ausencia de lo que suele denominarse “espíritu público”, no está a la altura de los esfuerzos necesarios para preservar un auténtico proceso democrático, va perdiendo lentamente su capacidad para luchar contra quienes lo atacan maliciosamente y queda atrapado en la debilidad de sus propios errores.
Comienzan a aparecer entonces algunas dudas acerca de su futuro en el ciudadano de a pie, provocando al mismo tiempo ciertos temores en el seno del mismo gobierno, que lo llevan a cometer nuevas equivocaciones que lo deslizan hacia una frontera donde opositores y disconformes aguardan “su” oportunidad para golpearlo.
Caer en los principios del pensamiento aristocrático de Pericles, gobernante de Atenas, quien, a pesar de su honradez y dotes personales, consideraba a cualquiera que no compartiera sus puntos de vista como alguien que “se inmiscuye en los asuntos de quien gobierna” (sic), no es un camino que permita conducir al éxito.
La aspiración al reconocimiento de una auténtica legitimidad puede ser exitosa SI SE LA EXPRESA EN TÉRMINOS QUE LA MAYORÍA DE LA GENTE PUEDE LLEGAR A ACEPTAR y en ello radica la esencia de un buen gobierno.
Esto no es reemplazado jamás por buena intención alguna, porque, como dice un refrán popular conocido: “de buenas intenciones, está empedrado el camino del infierno”.
Se ha comprobado así que un sistema con menor capacidad de eficacia pero una elevada capacidad de legitimidad, puede inspirar mayor lealtad popular que otro con gran eficacia pero una capacidad de legitimidad menor.
Parecería que, afortunadamente, el Presidente Macri ha comenzado a entenderlo así. Las próximas semanas dirán hasta qué punto.
A buen entendedor, pocas palabras.
Carlos Berro Madero
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