Sin embargo -y a pesar del consejo de Hemingway-, pasan los años y nuestra sociedad sigue desconociendo con una pulcritud alarmante “el rico tejido de la experiencia”, sin atribuir mayor importancia a las verdaderas raíces de crisis económicas muy dolorosas que nos han puesto finalmente fuera del camino hacia el progreso y la estabilidad social.
Mientras tanto, la corporación política se encargó de repetirnos machaconamente que las soluciones a los problemas que padecíamos eran exclusivamente políticos, pretendiendo hacernos creer que se puede prosperar por el solo hecho de tener una naturaleza benévola y una supuesta destreza colectiva que nos permitirían superar cualquier dificultad.
Nada de eso ha ocurrido, a pesar de la épica que alimentó estas fantasías.
Los sociólogos, cuando analizan cuestiones de esta índole, suelen señalar la importancia que tiene para un individuo “el almacenaje de su conexión mental con la realidad a largo plazo”, que consiste en un sistema de repetición de pautas educativas que permiten corregir la dispersión de quienes no “registran” el reconocimiento pleno de “lo ocurrido”.
En nuestro caso, como si fuésemos herederos de una suerte de tradición aristocrática, hemos mirado las experiencias económicas del pasado con el desdén propio de una falsa superioridad, hablando de ellas sin saber en qué consisten sus principios fundamentales, mientras intentamos ponerla, una y otra vez, al servicio de supuestos “intereses superiores” (sic).
En el mundo de nuestros dirigentes, las “artes vulgares”, como el trabajo de la tierra, el comercio y la producción industrial –que se mantienen sólidos en sus discursos argumentales gaseosos-, deberían estar siempre, según ellos, al servicio de la política, para fomentar una igualdad que decretase como “irregular” (¿) cualquier concepto de economía que pudiera obstruir los intereses superiores ya mencionados.
Como consecuencia, la tan invocada “justicia social”, basada en una distribución poco académica de lo que no produjimos jamás en la abundancia necesaria para subvenir nuestras necesidades, campeó en doctrinas caseras totalmente improvisadas que se basaron en prácticas comerciales nacionalistas y cerradas, que lograron el fortalecimiento del poder político de un nefasto Estado “benefactor”.
Lo curioso es que esta historia se ha repetido sin solución de continuidad mediante el concurso de quienes han tratado de imponer -como objetivo último y sagrado-, un sistema de “compensaciones adecuadas” (¿) para que todos los ciudadanos fuesen retribuidos con “un salario justo que les permitiese acceder a precios justos” (sic), bases sobre las que se construyeron los principios del populismo más absurdo y degradante.
Estos últimos objetivos no son nuevos, y forman parte de las ideas eternas de todas las doctrinas económicas, PERO FUERON DETERMINADOS SIEMPRE EN TODO EL MUNDO POR REGLAS ADECUADAS QUE PERMITÍAN ORDENAR PROCESOS DE DESARROLLO, AUSTERIDAD Y EFICIENCIA, abjurando de una mística a la que son tan afectos muchos argentinos, al punto de proclamar que “el amor al dinero es la raíz de todos los males de una sociedad” (sic).
Nuestra tradición de país mayoritariamente católico, contribuyó además a desarrollar un sentimiento de culpa respecto de la riqueza acumulada por “los que más tienen” (generalmente por su propio esfuerzo, ¡oh ironía!) privilegiando la creencia de que el intercambio y distribución de los bienes y servicios debieran ser regulados “con justicia” (¿cuál específicamente?), dentro de una sociedad en donde cada uno contribuyese con lo que “mejor sepa hacer” (¡a como dé lugar!), recibiendo por ese solo hecho –y desdeñando cualquier criterio de auténtica productividad-, una retribución “justa” (¿) por su labor.
Como se verá, un verdadero galimatías conceptual.
A través del tiempo, estos códigos generales de filosofía moral “sui generis” pretendieron cubrir todos los principios tradicionales que rigen el que hacer económico, rechazando de cuajo el poner en práctica una economía que enfocase el bienestar desde el punto de vista no sólo de la libertad, sino también del esfuerzo y el mérito personal.
De allí al despilfarro y la ineficiencia ha mediado un solo paso, porque nuestros gobernantes pretendieron poner los medios de producción en manos de “administradores” de procesos que pospusieron cualquier tipo de eficiencia, desatando inflaciones pavorosas y un aumento de impuestos absurdos y asfixiantes (y por consiguiente de los precios), para desembocar finalmente en una alta desocupación y recurrentes crisis financieras.
La raíz de nuestras penurias actuales, es pues un producto genuino de nuestra extravagancia cultural, porque como es sabido, el florecimiento de una sociedad desarrollada, no puede basarse en principios de fe como razón excluyente, sino que debe profundizar la organización de todos sus miembros detrás de objetivos basados en una regla de oro: para cada necesidad, existen ciertas normas “racionales” que hacen posible subvenirla en tiempo y forma.
Nada de todo esto parece haber constituido una preocupación para quienes se han sucedido en el poder, sin que el rico tejido de la experiencia les haya servido para nada. Ni a ellos, ni a nosotros.
Por todo lo expuesto, creemos que si la candidatura a la presidencia de Cristina
Fernández (¿bomba de humo?), fuera promovida y se concretara, sería una señal de que estamos definitivamente condenados a vivir atados a las contradicciones de nuestras más caras fantasías.
A buen entendedor pocas palabras.
Carlos Berro Madero
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.