que les falta recorrer, lo cierto es que -más allá de las expresiones de deseos, enteramente lógicas- nadie en Balcarce 50 pondría las manos en el fuego apostando a una victoria electoral en la primera vuelta que habrá de substanciarse el próximo 27 de octubre. Y si, en orden al balotaje, pareciera haber más confianza, tampoco la cosa está para tirar manteca al techo.
Con esta particularidad, no siempre tenida en cuenta en los análisis: mientras de aquella herencia sólo se acuerda el núcleo duro de los votantes de Cambiemos, los desaguisados de su gestión están a la vista del conjunto de la sociedad. Los argumentos esgrimidos en contra de lo que el kirchnerismo le dejó al país acreditan -sí- fuerza académica, pero les falta solidez en el debate de la calle donde Doña Rosa -que debe gas y electricidad a fin de mes- tiene -de lejos- mayor importancia que las sesudas explicaciones de los eruditos en ciencias económicas.
Frente al peso del ajuste la idea de que las culpas son de Cristina Fernández luce algo apolillada. De ahí el cambio de dirección del discurso oficialista. Cada vez menos hace hincapié en la hipoteca recibida. El énfasis de Jaime Durán Barba estará puesto, desde ahora y seguramente hasta el fin de la campaña, en convencer a los indecisos. Es que el resultado de los comicios está en manos de aquellos que no se encuentran ni dentro del círculo de hierro K, ni agazapados en las trincheras macristas.
Así como hay una infinidad de incertidumbres respecto del futuro inmediato, existen unas pocas certezas y ciertos datos que sería insensato no tener en cuenta. La primera evidencia salta a la vista sin que deba uno esforzarse demasiado en descubrirla: los dos polos mayoritarios -por llamarlos de alguna manera- tienen un piso bien alto que resulta, además, a prueba de balas. Se podrán enderezar a expensas de la ex–presidente un sinfín de pruebas para no votarla sin que los actos inauditos de corrupción que caracterizaron la acción de los gobiernos de su marido y de ella hagan mella en ese 30 % de la población dispuesto a seguirla a sol y a sombra. A su vez, poco le costaría al arco opositor, en sus distintas variantes, confeccionar un listado de los inconcebibles desaciertos gubernamentales. No obstante, lo cual, 30 % del electorado que le responde, aunque llueve y truene, en el cuarto oscuro respaldará sin dudarlo a sus candidatos.
Hay asimismo un punto de referencia que queda aquí planteado, casi de pasada, al que habría que sacarle punta y calibrarlo mejor de lo que es dable hacer en una crónica de este tipo: en noviembre del año 2015 -cuando el kirchnerismo creyó posible ganar con una fórmula conformada por dos verdaderos impresentables y cometió la torpeza de consagrar, como candidato a gobernador en la provincia de Buenos Aires, a un hombre que en el imaginario colectivo estaba asociado al narcotráfico- obtuvo el respaldo de 48,6 % del electorado. Su opugnador, en tanto, cosechó 51,4%. El Frente para la Victoria arrastraba entonces, luego de estar doce años en la Casa Rosada, un desgaste evidente, mientras el macrismo agitaba las banderas del cambio y de la defensa de las instituciones.
Es difícil imaginar por qué, si Cristina Fernández encabezase esta vez la boleta de su partido, habría de obtener menos sufragios. Por supuesto que los razonamientos lineales se llevan mal con la política y sería una torpeza trasladar aquellos guarismos a los que vendrán, como si nada hubiera pasado desde diciembre de 2015 en adelante. Pero conviene aclarar, al mismo tiempo, que ahora, al revés de lo ocurrido hace tres años, el desgaste y el desencanto impactan de lleno en las filas de Macri y no tanto en las de Cristina.
Lo expresado hasta aquí sirve para dejar en claro qué tan relativas resultan las encuestas. No en razón de que estén mal hechas o sean de suyo sospechosas en virtud de las pifias del pasado sino porque nueve meses representan, en este caso, una eternidad. Son de tal magnitud las cosas que pueden cambiar, que los sondeos de opinión deben tomarse en cuenta a condición de entender que nada está resuelto. Hay un final abierto y las probabilidades de que triunfe el oficialismo, la jefa de Unidad Ciudadana o un candidato del peronismo que se presentase sin fisuras -con el kirchnerismo metido en sus generosos pliegues- son equivalentes.
Se entiende que Marcos Peña, en los días anteriores a las pasadas Navidades, haya convocado a buena parte del círculo íntimo que lo rodea para mostrarle un relevamiento en el cual la imagen positiva del presidente orillaba 50 % y la intención de voto de Cambiemos 40 %. Fue una forma de insuflarle ánimo a quienes lo necesitan. Por supuesto, eran números de fantasía. No menos imaginarias son las especulaciones que se forjan en el peronismo federal respecto de que si sus distintas tribus son capaces de unirse el macrismo está condenado a perder. Para no hacer referencia a determinadas encuestas que circulan en la Fundación Patria donde la ex–presidente le saca al oficialismo ocho puntos de ventaja. Conviene, pues, diferenciar la acción psicológica de la realidad.
La tarea principal a la que deberán abocarse los estrategas de campaña consistirá en convencer a los indecisos, desencantados y temerosos. La dupla Macri–Michetti obtuvo 34,6 % de los sufragios en la primera vuelta de los comicios llevados a cabo en octubre de 2015. Un mes después recibió 17 puntos más, que le permitieron llegar a la Casa Rosada. Si se admite la expresión, fueron votos prestados.
En ese segmento del electorado, mayoritariamente de clase media, que lo respaldo en el balotaje, hoy prima el desencanto. Imaginar que, por el miedo que le produce el kirchnerismo, hará en noviembre lo mismo que cuatro años atrás, es más una expresión de deseos que un razonamiento sólido. Sí, Cristina genera temor. Pero cabe preguntarse: ¿en qué sectores de la población? ¿Acaso sería válido sostener, como si fuese una verdad revelada, que es idéntica la reacción de la Recoleta que la de Caballito?
Los interrogantes de cara a los comicios por venir son los que se harán en los meses que faltan, hasta que suene la hora de desempolvar las urnas y de entrar al cuarto oscuro, ésos que llamamos indecisos. Representan una minoría inmensa -en un cálculo a mano alzada, casi 30 % de los votantes- y nadie sabe -quizá ni ellos mismos- cuál será su decisión.
Vicente Massot