Jorge Fernández Díaz
Saliendo al cruce de un populista español, Javier Cercas sentenció alguna vez que en las instituciones democráticas no debía haber ni el más mínimo espacio para la épica: “La política democrática no se parece a la épica arrebatada de Juego de tronos, donde héroes y monstruos pelean a muerte por el poder en dos continentes ficticios en medio de guerras, torturas, violaciones, secuestros de niños y asesinatos en masa”, sino a la prosa serena y razonable de la serie Borgen, donde “hombres y mujeres comunes y corrientes, dotados de sueños, pasiones, deseos y debilidades mediocres de perfectos antihéroes, se esfuerzan por mejorar la vida de los conciudadanos”.
Aquella noche mágica en el Gran Rex donde el Sinatra del flamenco fraseaba con su particular estilo un tema mítico de Yupanqui, la gente ovacionó especialmente una palabra: libertad. Diego El Cigala grababa allí mismo su disco de tango y música argentina, y el público era transversal y variopinto. Cuando Diego dejó caer los famosos versos –“Yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar, y una novia muy hermosa que se llama libertad”–, el teatro entero se vino abajo.
Ignacio Camacho es probablemente el analista político más lúcido de España. Me lo presentó hace unos cuantos años en Madrid Arturo Pérez-Reverte, que es uno de sus lectores más consecuentes. Escribe cada día del Señor, de domingo a domingo y desde hace décadas, una influyente columna de opinión en el diario ABC, y hasta los articulistas y dirigentes ubicados en las antípodas de su pensamiento le reconocen su sensatez y clarividencia. Ignacio me pidió hace unos días que le enviara material sobre el fenómeno Milei.
Hoy el padre de Mafalda tendría un empleo precario, la madre estaría trabajando en el servicio doméstico y la familia entera haría ingentes esfuerzos para mantenerse a flote; sus hijos irían a la escuela, pero no todos terminarían el secundario. Y tratarían de evitar que Mafalda quedara embarazada tempranamente y que el hermanito se metiera en la droga. Vivirían en un barrio donde se teme salir a la calle por la atroz inseguridad, y donde probablemente habría un supermercado chino: Manolito trabajaría allí.
Alguien debería contar alguna vez la historia del cine a través de sus grandes personajes secundarios. Uno de ellos es indudablemente Kenitai, rastreador que acepta guiar a un teniente joven e idealista con la misión de atrapar a un grupo de apaches renegados. Todo ocurre en el desierto de Arizona, y dentro de La venganza de Ulzana, film de Robert Aldrich que hoy es considerado una auténtica obra maestra.
Los periodistas que seguían paso a paso ese juicio histórico se habituaron a la palabra taquiyya. No se trata de un simple sinónimo de “mentira” leguleya, aquella que suele ejecutar el acusado frente a un juez de instrucción, sino del “fingimiento que practican los creyentes cuando no tienen la libertad de vivir su religión a la luz del día”.
“Los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar”, escribió alguna vez Milan Kundera, que murió esta semana en París y que fue una voz insumisa contra los regímenes totalitarios de izquierda y de derecha. La sentencia no solo pone en cuestión la supuesta infalibilidad del pueblo y tampoco se agota en la complicidad que a veces adopta en relación a determinados asuntos graves, sino que va un poco más allá: sugiere que el inconsciente colectivo suele desarrollar un fuerte mecanismo de negación.
Una persona hizo desaparecer una 4x4 para poder cobrar el seguro y se presentó a una comisaría de Vicente López para denunciar que se la habían robado. Le preguntaron dónde había sucedido el hecho y descubrieron de inmediato que era una mentira. En algunos temas nuestros detectives son realmente infalibles: elemental, mi querido Watson, la policía manejaba el mercado del robado y sabía perfectamente cuál era el área del partido en la que permitían operar a los ladrones.
El epigráfico y electrizante Andrés Malamud, no sin razones técnicas e históricas, cuestiona el término “feudal” para describir estas rancias formas hegemónicas que se apoderaron de varias provincias y distritos, y que los condujeron al atraso, a la servidumbre y al crimen. La mismísima aclaración del politólogo evidencia cuánto se ha popularizado en la Argentina ese término para bautizar el modelo imperante, y el Diccionario de la Lengua Española parece habilitar en parte su uso, puesto que en su segunda acepción anota: “Sujeto a una estructura abusiva y fuertemente jerarquizada”.
El siciliano Leonardo Sciascia –célebre autor de El caso Moro e implacable denunciante de la Cosa Nostra– levantó ampollas en la erizada piel de la opinión pública cuando a comienzos de 1987 escribió un artículo en el Corriere della Sera: allí defenestraba también a “los profesionales de la antimafia”, dirigentes y jueces que gozaban de ese estrellato y protagonizaban corruptelas y dudosos ascensos, y obtenían gracias a su rol blindajes políticos.
Un viejo refrán advierte que a veces la historia pega un giro inesperado en la dirección correcta. La frase parece irónica, puesto que lleva implícita la idea de que la mayoría de los giros inesperados suelen conducir al error o al desastre. Cada quien sacará sus propias conclusiones acera de si se trató de una suerte o de una maldición lo que aconteció aquella lejana noche febril, en una pizzería legendaria llamada “Casona de Roque”, donde un presidente recién elegido le reveló a un periodista famoso que para salvar al país traicionaría a su electorado. Los historiadores modernos persisten en ignorar esa crucial cita de medianoche, el martes posterior a las elecciones presidenciales de 1989.
“El socialismo, que presume de juventud, es un viejo parricida: él es quien ha matado siempre a su madre, la República, y a la libertad, su hermana”. Esta reflexión temprana y clarividente se le adjudica a Honoré de Balzac. El posterior socialismo democrático, sin embargo, ha refutado al genio de La comedia humana porque demostró ser esencialmente republicano, y uno de los grandes hacedores del Estado de bienestar y del milagro europeo.
Hay amores tan bellos que justifican todas las locuras, enseñaba Plutarco, y lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal, añadía luego uno de sus lectores más lúcidos: Friedrich Nietzsche. Muy pronto intuyó Cristina Kirchner que el mito evitista, creado por la “generación diezmada”, no estaba sostenido por la bonanza que administró el general Perón durante los primeros cuatro años de su presidencia, ni por las dádivas de la fundación o el horrible martirologio temprano de su esposa, sino principalmente por determinados relatos religiosos y sentimentales montados alrededor de un concepto: el “amor del pueblo”.
En esta etapa embrionaria, la tan temida Inteligencia Artificial todavía “refleja el pensamiento de quien interactúa con ella y le sigue la corriente; sabe ser todo para todos, como san Pablo, y tiene olfato para callar a su interlocutor”, refiere Fernando Savater.
Después de veintisiete años de firmar ejemplares en la Feria del Libro de Buenos Aires, y de hacerlo invariablemente de pie y durante largas horas con el buen talante de un mosquetero de Dumas, al escritor Arturo Pérez-Reverte le sucedió esta vez algo inusual, al borde de lo insólito: varios de sus lectores más agradecidos se le acercaban con los ojos llenos de lágrimas o directamente rompían a llorar cuando se hacían la foto de rigor. A medianoche, tomando la última copa con amigos y a punto de regresar a Madrid, nos preguntó qué pensábamos de aquel extraño fenómeno emocional.
“Un buen diagnóstico del profundo problema político de la Argentina es que sea una persona tan evidentemente desequilibrada como Javier Milei la que hable en favor del sentido común, en contra de la presión fiscal y de la malversación del Estado”, concluye Pola Oloixarac en Galería de celebridades argentinas. Pola es acaso la retratista más aguda y talentosa de la literatura política contemporánea, y su reciente libro dedica dos capítulos sarcásticos a la figura que mantiene en vilo a todo el sistema electoral.
Con explosión o sin ella, con bomba o con veneno, en cámara rápida o lenta, con cualquier resultado electoral o mucho antes de llegar siquiera a las urnas, la historia urde luctuosamente un cierre de ciclo en la Argentina.
A principios de mayo de 1942, en un puerto del mar Báltico ocupado por los alemanes y a órdenes del mismísimo ministro de Propaganda de Hitler, un veterano y escéptico director de cine gritaba por primera vez acción; comenzaba así el accidentado rodaje de una película llamada “Titanic”, que tenía por objeto mostrar simbólicamente el naufragio de las naciones enemigas del Tercer Reich.
Un piloto de combate que es abatido por los japoneses salva milagrosamente su vida en una balsa inflable y llega exhausto a una isla. Estamos en la Segunda Guerra Mundial, y el norteamericano descubre que justo en aquel solitario pedazo de tierra y vegetación rodeado de océano, pernocta otro sobreviviente: un soldado del imperio del Sol Naciente, que intenta eliminarlo. A partir de entonces se desata una violenta partida de ajedrez, que reproduce en proporciones reducidas la gran guerra, entre esos dos hombres entrenados que van ganando y perdiendo, que alternativamente pasan de cazadores a prisioneros, y que se gritan sin comprenderse, puesto que ninguno domina el idioma del otro.
“Esclavos de la consigna” es un genial verso del poeta Vicente Huidobro y es también el título de las memorias íntimas de un valiente que acaba de morir: Jorge Edwards.
Uno de los misterios más singulares de la literatura nacional tiene que ver con un hotel, un viajante solitario y unos ruidos sobrenaturales. Una increíble casualidad del destino provocó que, más o menos por la misma época, pero sin enterarse uno del propósito del otro, Cortázar y Bioy Casares escribieran el mismo cuento: un argentino cruza en barco al Uruguay, pide ser conducido al sombrío hotel Cervantes, se hospeda en un cuarto y por la noche comienza a oír sonidos molestos, provenientes de la habitación contigua.
La primera dama quería patos canadienses para el estanque de su jardín. Seleccionó en internet parejas de ánades reales, ánsares índicos, cercenas doradas, patos mandarines y canards pompón; los hizo importar desde Calgary en vuelo expreso y los puso al cuidado del jardinero de palacio, un discreto viudo sin hijos ni amigos, que vivía para podar y abonar las plantas, y para entretener con juegos a los nietos de la pareja presidencial.
“El ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios, y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de ‘izquierda’, fueron embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre” –sostenía el filósofo Jean-François Revel, y agregaba–:
Arthur C. Clarke solía recomendar que los políticos leyeran menos novelas policiales y más relatos de ciencia ficción. Ese género, que de vez en cuando araña el arte, no solo provee anticipos tecnológicos y ocurrencias sobre el futuro, sino metáforas iluminadoras acerca del pasado, ideas filosóficas para el presente, apasionantes pensamientos laterales y curiosas revelaciones del inconsciente colectivo.
Ese viejo cascarrabias con parche y habano que le da una inolvidable lección al joven Spielberg en los epílogos de The Fabelman es acaso uno de los mayores artistas del siglo XX. Cuando le preguntaron a Orson Welles quiénes era sus tres directores favoritos, respondió sin dudar: “John Ford, John Ford, John Ford”. Para rodar El ciudadano, Welles estudió plano por plano La diligencia; posteriormente, le envió al viejo gruñón un saludo de una gran precisión literaria: dijo que Ford era “un comediante y un poeta”.
“Olemos a mierda de gallina”, dice uno. “Sobre todo tú”, le responde el otro. Son dos jóvenes ansiosos por recibir entrenamiento militar y por correr aventuras peligrosas; están enardecidos frente a la posibilidad de ser por fin aceptados como militantes regulares de ETA.
El sujeto no puede distinguir entre una lechuga y un puerro, pero así y todo ha conseguido ser ministro de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Lo conocemos en ese cargo, donde ya demuestra su inclinación por la torpeza, la hipocresía, el cinismo, la codicia y una cierta fatuidad; también una pericia sobrenatural para dejarse humillar todo lo que sea necesario con tal de que los peces gordos de su partido sigan usándolo de títere y no le cancelen los beneficios.
A los trece años se fugó de su casa de Pontevedra y viajó de polizón en un barco que cruzó el océano y lo depositó en Buenos Aires, donde se hizo militante anarquista y redactor de panfletos y proclamas. Luego de propiciar una huelga salvaje, le cayó encima la ley de residencia, lo apresó la policía y lo deportó a Barcelona. Julio Camba buscó trabajo en las salas de prensa y se convirtió con el tiempo en uno de los articulistas más célebres de España.
Conocí de joven a un viejo comisario retirado al que le gustaba contarme sus antiguas hazañas: en sus años mozos arrestó a un sujeto notable que había vendido varias veces el Obelisco. Con su labia persuasiva el sujeto en cuestión les hacía creer a personas ingenuas que él era el verdadero propietario, pero que por diversas razones estaba cansado y dispuesto a sacarse el monumento de encima: era una ganga y una oportunidad irresistible de quedarse con el emblema de Buenos Aires. No pocos le pagaban al contado.
“Cada generación educa a la siguiente”, decía Kant. Pero me temo que no se trataba de una sentencia obvia ni sencilla: esa clase de pedagogía tiene, en verdad, menos que ver con la cabal intención de transmitir los aciertos y experiencias positivas, que con la exhibición fatal e inconsciente de sus propios errores.
Un fastuoso salón del hotel Pompadour, en Fontainbleau, los dos mariscales –munidos de sus respetivos bastones de mando– se encontraron por fin a solas y hablaron sin eufemismos.
A Nathaniel Hawthorne, culposo descendiente de los crueles inquisidores de Salem y luego padre de la literatura norteamericana, lo acosaba su propia imaginación, que era intensa y desbordante; para que ese torrente continuo no se perdiera, eligió llenar cuantiosos cuadernos con ideas para futuros libros, bosquejos de cuentos, pequeños relatos, observaciones al paso y miniaturas inspiradas.
Borges consideraba con malicia que Horacio Quiroga era una superstición uruguaya y que escribía mal lo que Kipling ya había escrito bien. Sin embargo, el autor de Historia universal de la infamia solía ser más benigno con otros narradores populares, que, aunque practicaban una prosa desprolija o irregular eran capaces de crear escenas vívidas y relatos que se nos quedaban esculpidos para siempre en la memoria.
Durante décadas –se podría decir que a lo largo de más de 150 años–, fue costumbre y rutina ver a escritores nacionales y extranjeros de variados géneros recalar en la redacción de este periódico. Poco antes de que diera comienzo la “década ganada”, un narrador sin mucho mérito solía visitar la antigua y legendaria sede de la calle Bouchard.
En su risueño y mágico regreso a un pasado de leyenda, el atribulado protagonista de Medianoche en París –guionista consumado y novelista en ciernes– se cruza en un bar con un joven Luis Buñuel. El alter ego de Woody Allen, conociendo el futuro, le sugiere entonces al cineasta aragonés una extraña idea para una película: “Un grupo de personas asisten a una cena formal y al final cuando intentan irse se dan cuenta de que no pueden salir del salón”.
La batalla más encarnizada entre los dos principales pensadores mexicanos comenzó en 1978 y fue todo un escándalo. “Es difícil recobrar la tensión de una polémica –cuenta hoy Enrique Krauze–. Es como revivir una pelea de box”. Para convertirse en el “caudillo cultural” de su generación y con aires de superioridad moral, Carlos Monsiváis vapuleó en público a Octavio Paz, y este rebajó a su rival diciendo que no era “un hombre de ideas sino de ocurrencias”.
El día que apagaron la luz, los autócratas se restregaron las manos y los oráculos salieron a profetizar sus deseos. El 20 de abril del año 20 nadie quería petróleo; un mapa mostraba petroleros anclados en el mar: no tenían puerto donde ir.
La electrizante página 216 viene como un vendaval y nos trae dos citas tormentosas. La primera pertenece a un artículo aparecido en el diario El País de Madrid el 19 de mayo de 1985; faltaban treinta y cinco días para el lanzamiento del Plan Austral: “Saúl Ubaldini ha pedido abiertamente al Gobierno ‘que se vaya’, y significativamente la patronal argentina se ha sumado a las reivindicaciones de los sindicalistas. Entre tanto, hoy se reanuda la vista oral del juicio contra las tres primeras juntas militares”.
Un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido un brazo en una batalla, llega un día a un diminuto pueblo detenido en el tiempo y en medio de una planicie desértica, y ante la mirada recelosa de sus habitantes comienza a preguntar por Komako, un granjero japonés que solía tener una finca en los alrededores. Las preguntas provocan creciente inquietud, y el clima se va volviendo espeso.
La temprana y dolorosa muerte de Javier Marías, hoy exaltado hasta por quienes apenas unas semanas atrás lo maldecían en secreto a raíz de sus valientes críticas al “progresismo” europeo -casi siempre cómplice de la izquierda autoritaria latinoamericana y propulsor de la tiranía de lo políticamente correcto, con sus delirios y contemporáneas inquisiciones- ha reflotado también la figura de su padre y mentor.
Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte, decía Unamuno. Pero supongo que también se viaja para verse desde lejos con mayor objetividad. Viajar es malo para el prejuicio, la intolerancia y la estrechez de mente, añadía Mark Twain.
“Qué será de nosotros”, me preguntó una noche del mes de julio, después de oírnos en una espinosa tertulia radial acerca de la electrizante crisis política y económica que se había desatado. Parecía espantada y dolorida. “Solo Dios lo sabe”, le respondí con sinceridad.
Cuando en una bochornosa tarde de febrero de 1991 un “lobo solitario” con las facultades mentales alteradas surgió del público anónimo y arrobado, alzó un revólver 32 y apuntó directo a la cabeza de Raúl Alfonsín nadie podía saber que el destino urdía una gran lección ética e histórica.
Un ilustrador francés, sesentón y desencantado, resentido con su mujer y perplejo frente a este mundo cruzado por las nuevas tecnologías, recibe un extraño regalo: su hijo lo anota para un “viaje en el tiempo”, original servicio que brinda una compañía dirigida por un inefable realizador cinematográfico para clientes de alta gama. Esa peculiar empresa utiliza técnicas teatrales para reconstruir con exactitud momentos especiales de la historia y falsas veladas con personajes célebres.
“Nunca se te ocurra hacer películas con niños ni con perros, ni con Charles Laughton”. Así despreciaba irónicamente un genio del cine a un genio de la actuación dramática.
Primo Levy asevera que cada época tiene su fascismo. Se entiende aquí ese vocablo no como un mero sinónimo de rasgo autoritario o de irreductible tiranía popular, sino específicamente como el autodenominado “socialismo nacional”, serio experimento que creó, maximizó y malogró Il Duce y que fascinó a una pléyade de posteriores caudillos latinoamericanos, empezando por el general Perón, quien fue testigo ocular de su génesis en Roma, y quien en 1944 les aseguró a los más relevantes miembros de la comunidad italiana en Buenos Aires: “Me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores”.
Cuando llegó a los cien kilos, su joven mujer lo conminó a bajar de peso. El talentoso escritor, que había abusado del sedentarismo y la voracidad, le hizo entonces una firme promesa: esta vez cumpliría un régimen alimentario muy estricto. A los tres días, sin embargo, comenzó a hacerle trampas: compró cien bolitas de nueces y chocolate, y las escondió bajo la cama; cada noche se levantaba en silencio y se devoraba unas cuantas antes de volverse a dormir.
“Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno día al campo contrario, estas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouché en la lucha –anota su genial biógrafo–. Ha hecho juego doble. Según sople el viento, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierdo una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salvador de Lyon”.
Los inflamados celebradores anuales de la lealtad han traicionado muchas cosas a lo largo de estos 77 años, pero lo más espectacular que han hecho es traicionarse a sí mismos.
“El improvisador no es un mero ilusionista del artificio; es un virtuoso, menos instrumental que intelectual, del peligro –describe el ensayista Pablo Gianera–. Y es también un aventurero, cercano al adúltero (ávido de aventuras amorosas) y al jugador. Perdido en el presente, trata de desentenderse del pasado y de ordenar el futuro apenas entrevisto. Su meta es que lo accidental se vuelva necesario”.