Jorge Fernández Díaz
“Esclavos de la consigna” es un genial verso del poeta Vicente Huidobro y es también el título de las memorias íntimas de un valiente que acaba de morir: Jorge Edwards.
Uno de los misterios más singulares de la literatura nacional tiene que ver con un hotel, un viajante solitario y unos ruidos sobrenaturales. Una increíble casualidad del destino provocó que, más o menos por la misma época, pero sin enterarse uno del propósito del otro, Cortázar y Bioy Casares escribieran el mismo cuento: un argentino cruza en barco al Uruguay, pide ser conducido al sombrío hotel Cervantes, se hospeda en un cuarto y por la noche comienza a oír sonidos molestos, provenientes de la habitación contigua.
La primera dama quería patos canadienses para el estanque de su jardín. Seleccionó en internet parejas de ánades reales, ánsares índicos, cercenas doradas, patos mandarines y canards pompón; los hizo importar desde Calgary en vuelo expreso y los puso al cuidado del jardinero de palacio, un discreto viudo sin hijos ni amigos, que vivía para podar y abonar las plantas, y para entretener con juegos a los nietos de la pareja presidencial.
“El ideal de la libertad fue puesto al servicio de la tiranía, el ideal de la igualdad al servicio de los privilegios, y todas las aspiraciones, todas las fuerzas sociales reunidas originalmente bajo el vocablo de ‘izquierda’, fueron embridadas al servicio del empobrecimiento y la servidumbre” –sostenía el filósofo Jean-François Revel, y agregaba–:
Arthur C. Clarke solía recomendar que los políticos leyeran menos novelas policiales y más relatos de ciencia ficción. Ese género, que de vez en cuando araña el arte, no solo provee anticipos tecnológicos y ocurrencias sobre el futuro, sino metáforas iluminadoras acerca del pasado, ideas filosóficas para el presente, apasionantes pensamientos laterales y curiosas revelaciones del inconsciente colectivo.
Ese viejo cascarrabias con parche y habano que le da una inolvidable lección al joven Spielberg en los epílogos de The Fabelman es acaso uno de los mayores artistas del siglo XX. Cuando le preguntaron a Orson Welles quiénes era sus tres directores favoritos, respondió sin dudar: “John Ford, John Ford, John Ford”. Para rodar El ciudadano, Welles estudió plano por plano La diligencia; posteriormente, le envió al viejo gruñón un saludo de una gran precisión literaria: dijo que Ford era “un comediante y un poeta”.
“Olemos a mierda de gallina”, dice uno. “Sobre todo tú”, le responde el otro. Son dos jóvenes ansiosos por recibir entrenamiento militar y por correr aventuras peligrosas; están enardecidos frente a la posibilidad de ser por fin aceptados como militantes regulares de ETA.
El sujeto no puede distinguir entre una lechuga y un puerro, pero así y todo ha conseguido ser ministro de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Lo conocemos en ese cargo, donde ya demuestra su inclinación por la torpeza, la hipocresía, el cinismo, la codicia y una cierta fatuidad; también una pericia sobrenatural para dejarse humillar todo lo que sea necesario con tal de que los peces gordos de su partido sigan usándolo de títere y no le cancelen los beneficios.
A los trece años se fugó de su casa de Pontevedra y viajó de polizón en un barco que cruzó el océano y lo depositó en Buenos Aires, donde se hizo militante anarquista y redactor de panfletos y proclamas. Luego de propiciar una huelga salvaje, le cayó encima la ley de residencia, lo apresó la policía y lo deportó a Barcelona. Julio Camba buscó trabajo en las salas de prensa y se convirtió con el tiempo en uno de los articulistas más célebres de España.
Conocí de joven a un viejo comisario retirado al que le gustaba contarme sus antiguas hazañas: en sus años mozos arrestó a un sujeto notable que había vendido varias veces el Obelisco. Con su labia persuasiva el sujeto en cuestión les hacía creer a personas ingenuas que él era el verdadero propietario, pero que por diversas razones estaba cansado y dispuesto a sacarse el monumento de encima: era una ganga y una oportunidad irresistible de quedarse con el emblema de Buenos Aires. No pocos le pagaban al contado.
“Cada generación educa a la siguiente”, decía Kant. Pero me temo que no se trataba de una sentencia obvia ni sencilla: esa clase de pedagogía tiene, en verdad, menos que ver con la cabal intención de transmitir los aciertos y experiencias positivas, que con la exhibición fatal e inconsciente de sus propios errores.
Un fastuoso salón del hotel Pompadour, en Fontainbleau, los dos mariscales –munidos de sus respetivos bastones de mando– se encontraron por fin a solas y hablaron sin eufemismos.
A Nathaniel Hawthorne, culposo descendiente de los crueles inquisidores de Salem y luego padre de la literatura norteamericana, lo acosaba su propia imaginación, que era intensa y desbordante; para que ese torrente continuo no se perdiera, eligió llenar cuantiosos cuadernos con ideas para futuros libros, bosquejos de cuentos, pequeños relatos, observaciones al paso y miniaturas inspiradas.
Borges consideraba con malicia que Horacio Quiroga era una superstición uruguaya y que escribía mal lo que Kipling ya había escrito bien. Sin embargo, el autor de Historia universal de la infamia solía ser más benigno con otros narradores populares, que, aunque practicaban una prosa desprolija o irregular eran capaces de crear escenas vívidas y relatos que se nos quedaban esculpidos para siempre en la memoria.
Durante décadas –se podría decir que a lo largo de más de 150 años–, fue costumbre y rutina ver a escritores nacionales y extranjeros de variados géneros recalar en la redacción de este periódico. Poco antes de que diera comienzo la “década ganada”, un narrador sin mucho mérito solía visitar la antigua y legendaria sede de la calle Bouchard.
En su risueño y mágico regreso a un pasado de leyenda, el atribulado protagonista de Medianoche en París –guionista consumado y novelista en ciernes– se cruza en un bar con un joven Luis Buñuel. El alter ego de Woody Allen, conociendo el futuro, le sugiere entonces al cineasta aragonés una extraña idea para una película: “Un grupo de personas asisten a una cena formal y al final cuando intentan irse se dan cuenta de que no pueden salir del salón”.
La batalla más encarnizada entre los dos principales pensadores mexicanos comenzó en 1978 y fue todo un escándalo. “Es difícil recobrar la tensión de una polémica –cuenta hoy Enrique Krauze–. Es como revivir una pelea de box”. Para convertirse en el “caudillo cultural” de su generación y con aires de superioridad moral, Carlos Monsiváis vapuleó en público a Octavio Paz, y este rebajó a su rival diciendo que no era “un hombre de ideas sino de ocurrencias”.
El día que apagaron la luz, los autócratas se restregaron las manos y los oráculos salieron a profetizar sus deseos. El 20 de abril del año 20 nadie quería petróleo; un mapa mostraba petroleros anclados en el mar: no tenían puerto donde ir.
La electrizante página 216 viene como un vendaval y nos trae dos citas tormentosas. La primera pertenece a un artículo aparecido en el diario El País de Madrid el 19 de mayo de 1985; faltaban treinta y cinco días para el lanzamiento del Plan Austral: “Saúl Ubaldini ha pedido abiertamente al Gobierno ‘que se vaya’, y significativamente la patronal argentina se ha sumado a las reivindicaciones de los sindicalistas. Entre tanto, hoy se reanuda la vista oral del juicio contra las tres primeras juntas militares”.
Un veterano de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido un brazo en una batalla, llega un día a un diminuto pueblo detenido en el tiempo y en medio de una planicie desértica, y ante la mirada recelosa de sus habitantes comienza a preguntar por Komako, un granjero japonés que solía tener una finca en los alrededores. Las preguntas provocan creciente inquietud, y el clima se va volviendo espeso.
La temprana y dolorosa muerte de Javier Marías, hoy exaltado hasta por quienes apenas unas semanas atrás lo maldecían en secreto a raíz de sus valientes críticas al “progresismo” europeo -casi siempre cómplice de la izquierda autoritaria latinoamericana y propulsor de la tiranía de lo políticamente correcto, con sus delirios y contemporáneas inquisiciones- ha reflotado también la figura de su padre y mentor.
Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte, decía Unamuno. Pero supongo que también se viaja para verse desde lejos con mayor objetividad. Viajar es malo para el prejuicio, la intolerancia y la estrechez de mente, añadía Mark Twain.
“Qué será de nosotros”, me preguntó una noche del mes de julio, después de oírnos en una espinosa tertulia radial acerca de la electrizante crisis política y económica que se había desatado. Parecía espantada y dolorida. “Solo Dios lo sabe”, le respondí con sinceridad.
Cuando en una bochornosa tarde de febrero de 1991 un “lobo solitario” con las facultades mentales alteradas surgió del público anónimo y arrobado, alzó un revólver 32 y apuntó directo a la cabeza de Raúl Alfonsín nadie podía saber que el destino urdía una gran lección ética e histórica.
Un ilustrador francés, sesentón y desencantado, resentido con su mujer y perplejo frente a este mundo cruzado por las nuevas tecnologías, recibe un extraño regalo: su hijo lo anota para un “viaje en el tiempo”, original servicio que brinda una compañía dirigida por un inefable realizador cinematográfico para clientes de alta gama. Esa peculiar empresa utiliza técnicas teatrales para reconstruir con exactitud momentos especiales de la historia y falsas veladas con personajes célebres.
“Nunca se te ocurra hacer películas con niños ni con perros, ni con Charles Laughton”. Así despreciaba irónicamente un genio del cine a un genio de la actuación dramática.
Primo Levy asevera que cada época tiene su fascismo. Se entiende aquí ese vocablo no como un mero sinónimo de rasgo autoritario o de irreductible tiranía popular, sino específicamente como el autodenominado “socialismo nacional”, serio experimento que creó, maximizó y malogró Il Duce y que fascinó a una pléyade de posteriores caudillos latinoamericanos, empezando por el general Perón, quien fue testigo ocular de su génesis en Roma, y quien en 1944 les aseguró a los más relevantes miembros de la comunidad italiana en Buenos Aires: “Me propongo imitar a Mussolini en todo, menos en sus errores”.
Cuando llegó a los cien kilos, su joven mujer lo conminó a bajar de peso. El talentoso escritor, que había abusado del sedentarismo y la voracidad, le hizo entonces una firme promesa: esta vez cumpliría un régimen alimentario muy estricto. A los tres días, sin embargo, comenzó a hacerle trampas: compró cien bolitas de nueces y chocolate, y las escondió bajo la cama; cada noche se levantaba en silencio y se devoraba unas cuantas antes de volverse a dormir.
“Estos cambios audaces, este pasarse osadamente en pleno día al campo contrario, estas fugas en pos del vencedor, son el secreto de Fouché en la lucha –anota su genial biógrafo–. Ha hecho juego doble. Según sople el viento, puede sacar del bolsillo derecho una prueba de inflexibilidad y del izquierdo una prueba de humanidad; puede presentarse lo mismo como verdugo que como salvador de Lyon”.
Los inflamados celebradores anuales de la lealtad han traicionado muchas cosas a lo largo de estos 77 años, pero lo más espectacular que han hecho es traicionarse a sí mismos.
“El improvisador no es un mero ilusionista del artificio; es un virtuoso, menos instrumental que intelectual, del peligro –describe el ensayista Pablo Gianera–. Y es también un aventurero, cercano al adúltero (ávido de aventuras amorosas) y al jugador. Perdido en el presente, trata de desentenderse del pasado y de ordenar el futuro apenas entrevisto. Su meta es que lo accidental se vuelva necesario”.
El baqueano –-apuntaba Sarmiento– era el personaje más eminente de la llanura, puesto que solía tener en sus manos la suerte de particulares, ejércitos y provincias. Un veterano topógrafo con instinto de detective rural y algunos poderes sobrenaturales para leer las huellas, para sacar conclusiones con el perfume de las tierras y el sabor de las raíces, y para descifrar con una mirada experta las plantas y los horizontes.
Un hombre de traje gris y bigote, sin demasiadas ilusiones, se entera de que dos ladrones de banco se escaparon por los techos del barrio con una fortuna; piensa que en su fuga –acechados por la policía– quizá escondieron el botín, y recuerda más tarde que esa misma madrugada había oído ruidos extraños en el tanque de agua de la terraza de su propio edificio.
En pleno fragor, justo cuando los argentinos contemplen con el aliento cortado los primeros resultados de las urnas y piensen con angustia en su destino fatal, se cumplirán exactamente veinte años de aquella admonición.
Refiere Pablo Giussani en una página antológica que el “peronismo revolucionario” de los años 70 –hijo de las clases medias altas e ilustradas o directamente de la oligarquía– se prodigaba en espectaculares donaciones a los humildes: regalos que provenían de robos a mano armada o víveres distribuidos entre hogares obreros en trueque por la vida de algún empresario secuestrado.
Cuando le tocó pagar de su bolsillo y con su presupuesto, la arquitecta egipcia matizó un tanto la generosa máxima atribuida a Eva Perón. Sí, donde hay una necesidad hay un derecho, pero también una responsabilidad, advirtió el lunes 28 de julio de 2010, levantándole el dedo a los sindicalistas de la Carta del Lavoro, que le exigían por entonces mayor poder adquisitivo para sus bases.
Pasó prácticamente inadvertida para la prensa una significativa incursión de Javier Milei en la Feria del Libro; allí el inefable anarcocapitalista presentó en sociedad a su intelectual de cabecera, un joven ensayista que acaba de publicar un best seller, La batalla cultural, al que tampoco parece registrar demasiado el gran radar mediático.
En un viejo libro brillante que por lo visto jamás se publicará en la Argentina –Donde todo ha sucedido– Javier Marías nos recuerda el enorme carácter formativo que el cine clásico norteamericano tuvo sobre nuestras vidas y, en particular, un horror que producía insomnio en nuestra infancia.
En la soleada mañana del domingo último, alguien dejó rodar sobre las mesas de La Biela una extraña palabra: “Milei”. Mario Vargas Llosa, que había caído de sorpresa en esa clásica tertulia porteña, miró entonces fijamente a Juan José Sebreli, a quien conoció en París hace décadas, y esperó su veredicto. El viejo maestro le respondió rápidamente: “Un fenómeno juvenil”.
El estatismo inflacionario, endogámico y pobrista fracasó, y ya ni las tergiversaciones funcionan como antes; con la neolengua oficial en desgaste y retroceso, quizá sea hora de conquistar la realidad y reencarnar aquella patria perdida
Los tres poderes del Estado se encuentran atados de pies y manos, y con funcionamiento mínimo: el Ejecutivo, por sus graves contradicciones internas; el Legislativo, por la muerte de la conversación política, y el Judicial, por acoso y derribo de quienes buscan amnistía e impunidad
“No soy culpable”, jura el asesino, y Patricia Highsmith revela las cavilaciones íntimas de su interlocutor: “No le creyó nada, pero se dio cuenta de que el asesino había llegado a un estado mental en que se creía realmente inocente”. El párrafo pertenece a la novela The blunderer, que algunos traducen como El torpe y otros como Una metida de pata.
Simenon escribía en 11 días una novela policial y en treinta, una novela a secas. Aseguran sus biógrafos que durante 1966 publicó sus consagratorias obras completas en una editorial suiza (alrededor de 180 libros), inauguró una estatua del comisario Maigret en Delfzijl y compuso “El gato”, acaso su historia más cruel, basada oblicuamente en los años finales de su madre con su segundo marido y también en la psiquiátrica ruptura con su esposa Denyse. Considerado hoy el “Balzac del siglo XX”, este prolífico autor belga describe allí una sórdida guerra conyugal.
Pertenece a un mundo inolvidable y crepuscular de la política, y sin embargo no se ha recluido en su biblioteca –es un lector omnívoro– ni en su confortable mitología personal; al contrario, se preocupa día y noche por hablar cara a cara con los protagonistas del momento a ambos lados del océano y, sobre todo, a estudiar en detalle los candentes vaivenes de América Latina.
El 17 de noviembre de 1941 un soldado llamado Vladimir Putin, fusil en mano y en compañía de un camarada armado hasta los dientes, recorría con el aliento cortado los cráteres del campo de batalla junto al río Nevá. Esa zona devastada y gris, a pocos kilómetros de Leningrado, estaba infestada de nazis invisibles, y los dos rusos avanzaban a pie con el dedo en el gatillo.
Notaba Ricardo Piglia que el crimen perfecto solía ser la utopía del género policial, pero también su negación: un asesinato tan bien ejecutado que jamás se descubre “es el horizonte al que aspiran los textos (o sus lectores) y sin embargo sabemos que esa expectativa será (fatal y resignadamente) frustrada”.
“Existe un izquierdismo residual, melancólico y falaz, que imaginó a Putin como la reencarnación de sus fantasías revolucionarias –escribió Jorge Sigal en Twitter mientras las tropas rusas ingresaban a sangre y fuego en Ucrania–. ¡Despierten, no vuelvan a ser cómplices de otro genocidio; no esperen a que se desclasifiquen los archivos para descubrir los crímenes!”.
“El paso decisivo para empezar un proceso de emancipación intelectual es darse cuenta uno mismo de que no hay ninguna obligación moral de ser de izquierdas”, lanzó Fernando Savater, y una vez más los navajeros de las redes sociales salieron a degollarlo.
Aun remoto pero inolvidable melodrama en blanco y negro dirigido por George Cukor, donde todos sufríamos por el destino de la pobre Ingrid Bergman, debemos el concepto gaslighting, que la piscología moderna utiliza para definir un inquietante fenómeno de manipulación.
“Si Putin dictara un decreto para que todos los rusos se lanzaran a la lava, muchos de ellos exclamarían: ‘Oh, Dios mío, pero ¿dónde la encontramos? ¡Sabio líder nuestro, no tenemos lava en nuestro jardín!’. Es que nuestra población se divide en dos: los que apoyan a Putin, y después todos aquellos que saben leer, escribir y llegar a conclusiones lógicas”.