Vicente Massot

 

Bien está que Dilma Rousseff, Marco Enríquez Ominami, José Miguel Insulza, Ernesto Samper, José Luis Rodríguez Zapatero, Fernando Lugo y Rafael Correa, entre otros personajes destacados de la izquierda latinoamericana, se hayan congregado en el así llamado Grupo de Puebla para desde allí -en el llano, bien lejos del poder que alguna vez detentaron- despotricar contra el neoliberalismo y el presunto avance de las derechas en esta parte del continente.

 

 

Aunque pueda parecer mentira, en este mundo o, al menos, en la Argentina, existe lo que podría denominarse la algarabía de la derrota. Si alguien creyese que, tras un revés en cualquier orden de la vida, los que pierden siempre sufren sus consecuencias, sin ninguna alegría de por medio, estaría equivocado.

 

 

En las elecciones que se substanciaron el pasado día domingo hubo dos motores casi excluyentes: por un lado, el bolsillo, y, por el otro, el miedo. Si se perdiese de vista al primero sería imposible entender el 48 % de los sufragios que le dio la victoria al kirchnerismo.

 

 

El multitudinario acto que tuvo a Mauricio Macri como figura protagónica fue, para el oficialismo, mucho más importante que ese remedo de debate en el cual hicieron esgrima verbal todos los candidatos presidenciales el domingo pasado.

 

 

Como era de prever, el debate de los presidenciables no arrojó nada que ya no supiéramos. Con base en monólogos de apenas 30 segundos, los candidatos esquivaron las propuestas y cruzaron acusaciones y chicanas, sin que ninguno de los seis presentes fuese capaz de sacar claras ventajas respecto del resto.

 

 

No hay razones a prueba de balas para demostrar que la suelta de presos a la que asistimos desde el pasado 11 de agosto -día en el que se substanciaron las internas abiertas- sea consecuencia necesaria de la victoria electoral de Alberto Fernández.

 

 

Para el radicalismo fue un triunfo sin fisuras. Mejor, imposible. Para la coalición oficialista a nivel nacional -cuyo futuro es incierto- tuvo un sabor placentero luego de la catástrofe electoral sufrida en las PASO.

 

 

En el oficialismo hay quienes abrigan esperanzas de forzar un balotaje y alargar hasta finales de noviembre la definición de la disputa presidencial. No son legión, ni mucho menos. Unos pocos apenas, que bregan con voluntad digna de mejor causa, convencidos de que no está todo perdido.

 

 

Las especulaciones respecto de lo que planea hacer el kirchnerismo a partir del 11 de diciembre están a la orden del día. Como habrá pocos anuncios concretos, si acaso alguno, acerca del futuro programa de gobierno -al menos, hasta que se substancien los comicios programados para el 27 de octubre próximo- se entienden las razones en virtud de las cuales, en todos los lugares politizados, se tejen conjeturas sobre los caminos que piensa recorrer Alberto Fernández y cuáles serían los posibles miembros de su gabinete.

 

 

En medio de una transición en la cual solamente una cosa es segura -el que Mauricio Macri le colocará la banda al candidato del Frente de Todos- sobresalen del resto de los contendientes cuatro figuras estelares, no solo por el peso específico electoral que arrastran a su paso sino también por las posibilidades que se abren de cara al futuro de cada uno de ellos.

 

 

La Argentina es el país del eterno retorno. Cuanto desaparece hoy, reaparece mañana como si tal cosa. Esa recurrencia -sin solución de continuidad en los últimos setenta años- tiene una explicación más sencilla de lo que de ordinario se cree.

 

 

Hay un tema de conversación que cruza al país en diagonal y es materia de disputas en foros académicos, bares, casas de familia y reuniones políticas de la más distinta índole.

 

 

Aun cuando a muchos les disguste el término y en el gobierno se nieguen en redondo a considerarlo como válido, lo cierto es que ha dado comienzo la transición entre quienes resisten en la Casa Rosada, con poco poder de fuego y la pólvora mojada, y quienes se preparan para instalarse en Balcarce 50 antes de que termine el año.

 

 

Era predecible la victoria de los Fernández como impredecible resultó su magnitud. Cualquiera que fuera medianamente responsable sabía que, a simple pluralidad de sufragios, el Frente de Todos se impondría en las PASO.

 

 

Tanto en las tiendas macristas como en las de sus enemigos el clima que se vive en los días inmediatos anteriores a las PASO no se compadece con la euforia.

 

 

Sería de extrañar que -a esta altura de la campaña- faltasen encuestas y declaraciones. Respecto de aquéllas es poco cuanto puede decirse sin repetir lo ya expresado. El domingo 11, a última hora de la noche, sabremos a ciencia cierta cuáles relevamientos de opinión resultan confiables y cuáles no.

 

 

El fenómeno no resulta novedoso, ni mucho menos. Viene de lejos y se instala en el escenario electoral toda vez que cualquier sociedad -en esto sin distinción de latitudes- se polariza y con ello obra el efecto de excluir de la disputa de votos a las terceras fuerzas.

 

 

Todos los análisis hechos respecto del significado de las PASO coinciden en señalar tres datos claves: que no cumplen ni por asomo el propósito para el cual fueron creadas hace años; que -prescindiendo de considerar ese cometido siempre falto- han venido a resultar la mejor encuesta posible; y finalmente que, si bien no deciden nada, pueden tener efectos decisivos sobre las dos instancias electorales subsiguientes.

 

 

A las plataformas electorales nadie les presta atención. Tanto es así que los distintos partidos ni se molestan en redactarlas, como lo hacían décadas atrás, con pelos y señales.

 

 

Más allá de quiénes resultaron ganadores y quiénes debieron morder el polvo de la derrota en punto a la confección de las listas definitivas de diputados y senadores a nivel nacional, los dos datos relevantes que dejó en evidencia el cierre de las candidaturas del pasado día sábado fue, por un lado, la decisión del macrismo de olvidarse de los buenos modales para apuntalar a sus figuras estelares y, por el otro, el dominio absoluto del kirchnerismo duro -con el respaldo de Cristina Fernández, claro- a la hora de privilegiar a unos y postergar a otros en las boletas de su partido.

 

 

Dos meses atrás -día más o día menos- el equipo de campaña de la gobernadora María Eugenia Vidal -con la anuencia de ella, por supuesto- y Marcos Peña, mediando el visto bueno de Mauricio Macri, decidieron que era conveniente darle forma a un decreto del Poder Ejecutivo nacional por el cual la posibilidad de las listas colectoras quedara vedada.

 

 

Si hubiera un premio nacional para aquella persona que fuese capaz de obrar la mayor y más impactante sorpresa del año, se lo llevaría, sin sombra de duda, Cristina Fernández.

 

 

Es cierto que a nadie sorprendió el triunfo electoral del gobernador Juan Schiaretti el pasado día domingo.

 

 

La coalición que se bautizó a sí misma con el nombre de Cambiemos luce -como nunca antes- extraviada. Hasta un par de meses atrás, pocos si acaso alguno de sus integrantes de fuste, se animaban a plantear en voz alta la necesidad de oxigenar a ese conjunto de tres partidos, tan disimiles entre sí, con el aporte de fuerzas provenientes de diferentes latitudes ideológicas.

 

 

En mayo de 1995, cuando faltaban -como ahora- apenas seis meses para que se substanciaran las elecciones, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza echar a correr la idea de que Carlos Menem debía bajarse de su candidatura para ser reemplazado por alguno de sus seguidores con mayor intención de voto.

 

 

Si Cristina Kirchner tuviera la seguridad plena de que en caso de dar rienda suelta a sus observancias populistas y del escalamiento de su discurso, resultase ganadora en los comicios presidenciales, no duraría un segundo en dar ese paso.

 

 

Por primera vez, la plana mayor de Cambiemos ha tomado conciencia de algo que se negaba a considerar -como posibilidad siquiera- y ahora debe contemplar como probabilidad: que Cristina Fernández -a quien la daban los macristas por derrotada antes de empezar- podría ganar en una segunda vuelta si las penurias económicas presentes se agravasen en los próximos meses.

 

 

Es de todos conocido que, en consonancia con la crisis cambiaria estallada a mediados del pasado año, el dato más acusado y característico del espacio político argentino pasó a ser la incertidumbre.

 

 

Los rumores han formado parte, desde tiempo inmemorial, de la política. No hay país -prescindiendo de considerar su trascendencia o insignificancia- en donde falten chismes y versiones de todo tipo. El runrún es algo que se puede rastrear en los Estados Unidos como en el Senegal, en Alemania como en Túnez.

 

 

La Reserva Federal acaba de anunciar que durante el resto del año en curso no aumentará las tasas de interés. En el horizonte mundial, si bien es perceptible una desaceleración de la economía, nada hace prever que se avecine un tsunami como el de 2008 o algo semejante.

 

 

De manera sostenida, pero sin prisas ni arrebatos que podrían afear su siempre cuidada imagen, Roberto Lavagna se ha metido en una campaña electoral atípica.

 

 

El próximo domingo habrá de substanciarse en la provincia del Neuquén una elección que años atrás, cuando nadie sospechaba ni remotamente la importancia del yacimiento de Vaca Muerta, hubiera resultado intrascendente.

 

 

Más allá de las dos principales incógnitas que hoy cruzan en diagonal a la política argentina -relacionadas, como no podría ser de otra manera, con las candidaturas presidenciales: si Cristina Fernández se meterá o no de lleno en la puja para llegar, una vez más, a la Casa Rosada y cuál será el papel de Roberto Lavagna, si acaso alguno- existe una duda de naturaleza económica que excede en importancia a cualquier otra.

 

 

Nicolás Dujovne es optimista respecto de la recuperación, a partir de marzo, del degradado poder adquisitivo de los jubilados y asalariados.

 

 

La herencia envenenada que recibió sin beneficio de inventario, unida a los garrafales errores cometidos en los primeros tres años de ejercicio del poder, han conducido al gobierno macrista a una situación que ninguna de sus figuras más representativas -empezando por el presidente de la Republica- hubiesen imaginado doce meses atrás. Aunque traten de demostrar calma y se empeñen en dar la impresión de que marchan con seguridad en el camino

 

 

La Argentina es el país por antonomasia del eterno entorno. Algunos ilusos -de ordinario bien intencionados- se ilusionan, a la primera de cambios, con modificaciones estructurales de nuestra economía; mayor seguridad jurídica; transparencia en los manejos del erario público; mejoras substanciales en la calidad institucional y demás tópicos que sólo conforman una agenda de buenos deseos.

 

 

Si acaso faltaba una prueba cabal de por qué el partido disputado en el estadio Santiago Bernabeu, de la ciudad de Madrid, no era conveniente jugarlo en el Monumental de Núñez, los episodios ocurridos alrededor del obelisco porteño entre las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche del domingo despejaron cualquier duda.

 

 

La reunión cumbre del Grupo de los 20 se desarrolló sin que hubiese que lamentar incidente ninguno. Contra la mayoría de los pronósticos y a diferencia de lo que había sucedido tanto en Génova como en Hamburgo, aquí el operativo de seguridad montado por el gobierno nacional resultó impecable.

 

 

No deja de resultar curioso lo que viene de ocurrir entre Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta. Muchos suponen que han acreditado, en más de diez años al frente de la administración pública de la ciudad de Buenos Aires y luego de la Nación Argentina, una competencia innegable.

 

 

Sería ilógico, en atención al arrastre electoral que parece tener Cristina Fernández, que las diversas tribus justicialistas -que andan, desde hace rato, a la búsqueda de un lugar donde cobijarse de las inclemencias del llano, huérfanos de poder- le hiciesen ascos a la ex presidente.

 

 

El fenómeno no se da solamente entre nosotros. No es -que se sepa- uno de esos caprichos criollos raro de hallar en otras latitudes. Por el contrario, resulta dable encontrarlo, sin necesidad de mucha búsqueda, en todo el mundo. Los seres humanos, aun cuando protestemos ser objetivos, llevamos cargas ideológicas a cuestas que resultan difíciles de obviar.

 

 

Ningún gobierno que hubiera tenido que poner en práctica un ajuste de proporciones y ejecutar políticas que estaban en las antípodas de las que había prometido durante buena parte de su campaña electoral habría podido imaginar que -a un año escaso de la finalización de su mandato y con elecciones presidenciales de por medio- estaría en condiciones de planear su derrotero sin apuros ni complicaciones.

 

 

Una de las mayores paradojas de la política argentina reside en el hecho de que aún con los presentes indicadores económicos -cuyas consecuencias sociales resultan indisimulables- Mauricio Macri sigue siendo un candidato competitivo para las elecciones presidenciales que habrán de substanciarse en octubre del año próximo.

 

 

A esta altura del mandato presidencial para el que fue electo, Mauricio Macri debería saber que el país de los argentinos es un potro difícil de domar.

 

 

Elisa Carrió ladra, sin duda, a condición de entender que rara vez su intención es morder. Si por ella fuese el ex–presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, nunca debió haber ostentado cargo de tamaña importancia. Tampoco formar parte del máximo tribunal de la República Argentina.

 

 

El gobierno luce satisfecho, y si bien todavía no se anima a echar a volar las campanas al viento poco le falta para que se decida a hacerlo sin pedirle a nadie permiso. Pasó, la administración macrista, del desconcierto y del temor a terminar de la peor manera a un optimismo, respecto del futuro, que sorprende.

 

 

Cristina Fernández sabe que tiene una sola posibilidad de alzarse como triunfadora en las elecciones que se habrán de substanciar en octubre del año próximo.

 

 

Cualquiera que desease realizar un resumen y compendio de la gestión presidencial de Mauricio Macri, y no se dejase llevar ni por simpatías ni por fobias de carácter ideológico, debería concluir que lo suyo ha resultado, hasta el momento, un fracaso sonoro.

 

 

Aquel día de diciembre del año 2015, Mauricio Macri sorprendió a no pocos de sus seguidores y votantes cuando creyó oportuno -en uno de los balcones de la Casa Rosada- bailar al compás de una pegadiza canción de Gilda. La pachanga reemplazó en ese momento al esperado discurso presidencial cuyo eje debió versar sobre la envenenada herencia recibida.

 

 

Como nunca antes, se echa de ver ahora -en medio de una crisis incesante y cuando faltan menos de doce meses para substanciar las PASO- que el de Cambiemos es, claramente, un gobierno de transición.

 

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