Recuerdo la historia de un amigo chileno que, a una semana de contraer matrimonio, le avisó a su prometida que no se iba a casar. La novia, sorprendida y enojada, lo increpó duramente: “¡Me hubieras avisado antes!”. “Ahora es antes”, fue la lacónica respuesta.
Mucho “antes” que el autócrata -por decir lo menos- Vladimir Putin haya explicitado su vocación de retomar el control de aquellos países que alguna vez constituyeron la Gran Rusia.
De hecho, lo viene haciendo desde hace años, sin miramientos, y con ataques sistemáticos a los derechos humanos de los ciudadanos de los países o regiones que fue dominando y controlando, mientras los líderes mundiales mostraron tímidas reacciones.
Pero aún con las anexiones ya logradas o en camino, la Federación Rusa sigue estando muy lejos del Imperio que fue. Su PBI es el 7% del PBI de Estados Unidos, y es más chico que el de Italia, o el de Francia, y por supuesto que el de Alemania, y equivale al 10% del de la otra gran potencia global que es China.
Pero, aún sin el esplendor de antaño, sigue siendo, militarmente, más poderosa que los países a los que ha dominado o intenta incorporar bajo su mando, y conserva su condición de potencia nuclear.
Con este marco, cuando se observan las medidas económicas que en los últimos tiempos ha venido tomando don Putin para “vivir con lo suyo”, en respuesta a las modestas sanciones económicas ya recibidas y previendo las que recibiría, cuando siguiera completando su plan, resulta poco explicable, al menos para mí, la gran dependencia que la mayoría de los países de Europa han desarrollado de la provisión del gas ruso. En promedio más del 50%.
Las próximas semanas o meses definirán si el “error de cálculo” ha sido de los políticos de Estados Unidos y la Unión Europea, al esperar que Putin retroceda o se circunscriba a anexar lo mínimo indispensable para su “orgullo nacional”.
O si ha sido el presidente ruso, quien se ha equivocado evaluando que las sanciones de aislamiento económico que recibirá de occidente no llegarán al máximo posible, dada su amenaza de cortar totalmente el suministro de gas desde sus yacimientos.
En el mientras tanto, y también como era de esperar, estamos viendo un fuerte aumento del precio del petróleo, del gas, y de los commodities agrícolas de los que Ucrania es un productor importante, al igual que ahora Rusia, beneficiado por el cambio climático que está descongelando tierras antes cubiertas de hielo permanentemente.
En ese sentido, si esta modificación de precios relativos perdurara, la Argentina se beneficiará por recibir más dólares por sus exportaciones agrícolas -reducidas en cantidades por la sequía- pero se perjudicará por el lado del aumento de los costos de las importaciones de gas, que faltará en invierno.
El neto casi con seguridad será negativo y en unos cuántos miles de millones de dólares que no tenemos.
Paradójicamente, o no tan paradójicamente, la Argentina con una de las mayores reservas de gas del mundo, en Vaca Muerta y alrededores, se ve obligada a importarlo por no haber licitado y construido a tiempo la ampliación del gasoducto que permitiría transportar a los centros de consumo, una mayor producción en el sur.
Y es esto último lo que me lleva al tema central de esta nota.
Se lo ha criticado fuertemente al presidente Fernández por la oportunidad y el tono de su visita a Rusia y por extensión a China.
Y es cierto que adular al líder ruso, mientras el mundo trataba de disuadirlo de la invasión a Ucrania, e insistir en pactos con China, en temas sensibles para los Estados Unidos, justo en el momento que necesitamos cerrar un acuerdo con el FMI que, por sus dificultades técnicas requiere de un amplio apoyo político internacional, ha sido una acción inoportuna y en contra de los intereses argentinos.
Pero también es cierto que cuando se adopta una organización económica con predominio del Estado, con desincentivos a la inversión privada, una macroeconomía inestable, un marco regulatorio anti-mercado, con debilidad institucional, con justicia ineficiente, etc., los únicos “amigos” posibles son aquéllos que le dan menos importancia a estos temas cuando evalúan sus inversiones.
Dicho de otra manera, el presidente Fernández fue a visitar a líderes autocráticos en busca de inversiones, porque son los únicos que no le piden, en principio, que en la Argentina predomine el contexto de estabilidad macroeconómica y de reglas de juego, que demandan los inversores privados, sean argentinos o extranjeros.
A Putin no le interesa demasiado la Argentina, pero, en todo caso, trata de hacer negocios principalmente con el Estado argentino, en el marco de su capitalismo de amigos. Capitalismo de amigos que, en una medida mucho más modesta, desarrolló hábilmente el kirchnerismo durante sus gobiernos.
China, por su parte, que tiene un enfoque de capitalismo de Estado, está interesada en colocar la tecnología generada por sus empresas, tratando de venderla con financiamiento, para imponerse a sus competidores occidentales. No pone tanto énfasis en el contexto, mientras pueda vender caro lo que quiere y se asegure recuperar el crédito de alguna manera.
Esta no es una crítica al accionar de Rusia o de China, ni siquiera al presidente Fernández.
Si la coalición que preside no quiere, no sabe, o no puede hacer las reformas que la Argentina necesita para ser capitalista en serio, y atraer a otros jugadores, incluyendo a los argentinos, el único camino que le queda es buscar sus amigos en China o Rusia, de la misma manera que su admirado Néstor, buscó en Venezuela, o su amiga Cristina buscó en Irán.
Permítanme ejemplificar, precisamente con Vaca Muerta.
Con otra organización económica, otras reglas, el sector privado hoy estaría invirtiendo para aumentar la producción, ampliar gasoductos y oleoductos, instalar más industrias intensivas en gas, y plantas y puertos para exportar petróleo, gas, y todos sus derivados.
En cambio, en las actuales condiciones, estamos sin reservas, tratando de conseguir unos dólares frescos en un simulacro de acuerdo con el FMI, restringiendo importaciones, sin acuerdos comerciales, aislados del mundo y pasando desesperados la gorra, en Moscú, o Pekín.
El problema no fue sólo la oportunidad de la visita del presidente argentino a Putin o a Xi, el verdadero drama es que sean los únicos a los que puede visitar.
Enrique Szewach