Pocas veces -si acaso alguna- se habrá visto en la Argentina tamaño descaro puesto de manifiesto de parte de un poder respecto de otro. En ningún país en donde las instituciones fueran algo más que cartón pintado, las parrafadas de la viuda de Kirchner dirigidas a expensas de Ricardo Lorenzetti, Juan Carlos Maqueda, Helena Haighton de Nolasco, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti habrían dejado de causar un terremoto político. Aquí -por supuesto- fueron tapa de todos los diarios y materia de comentarios en la totalidad de los programas de radio y televisión dedicados a ese tipo de temas. También fueron rechazadas por la coalición opositora y diversos foros de abogados. A Cristina Fernández apenas si le hicieron cosquillas. Por eso avanza de la misma manera que lo hizo su marido, y también ella misma, en los años en que ocuparon la Casa Rosada. Obra con base en el hecho consumado y la vindicta pública de sus enemigos.
Mientras los dos tercios de los votos de ambas cámaras -necesarios para que prosperase el juicio político de los cortesanos arriba nombrados- se halle lejos de su alcance, la estrategia generada en el Instituto Patria es clara: esmerilar a la Corte en cuanta oportunidad se le presente. La catarata de críticas e insultos que le dirigieron a sus miembros algunos de los pesos pesados del cristinismo -Wado de Pedro, Andrés el Cuervo Larroque, Oscar Parrilli y Axel Kicillof, entre otros- no fue producto de una súbita indignación personal de cada uno de ellos, debida a la decisión tomada respecto de Amado Boudou. Resultó parte de un libreto beligerante que no cesará en la medida que los puentes con la Corte han sido dinamitados.
Como no es la primera vez que algo así sucede, el hecho que el ministro del Interior, el gobernador de la provincia de Buenos Aires y la vicepresidente de la República carguen, en conjunto, contra los integrantes del tribunal supremo y lo hagan agraviándolos de la peor forma, no llama la atención. Cuanto pone al descubierto semejante práctica -inconcebible en otras geografías- es el poco peso que posee entre nosotros la Constitución escrita y, en cambio, la vigencia cada día mayor de la constitución sociológica. A la Señora y sus principales escuderos les tiene sin cuidado el universo normativo. Se mueven a sus anchas, como peces en el agua, en el mundo de los hechos, y en ese contexto le sacan una ventaja apreciable a cualquiera de sus adversarios o competidores. Basta repasar con cuidado cuál fue la modalidad del matrimonio patagónico, entre el año 2003 y el 2015, para darse cuenta de que nada ha cambiado. Repiten la receta, conscientes de que -si les sale bien- habrán neutralizado un poder que les ha sido esquivo. Si en cambio les sale mal, siempre podrán intentarlo más adelante.
A la viuda de Kirchner cuanto le suceda a Julio de Vido y a su antiguo compañero de fórmula, Amado Boudou, no le interesa en lo más mínimo. Con el primero está enemistado desde largo hace y el rencor es mutuo. Del hombre que catapultó de la nada a la fama, ungiéndolo vicepresidente, también se cansó. En el pasado fue la luz de sus ojos, o poco menos; ahora le resulta un estorbo. Los ataques a los jueces que reputa de enemigos no delatan la intención de quebrar una lanza en defensa de sus ex–colaboradores. Su única preocupación son sus dos hijos y ella. A los demás podría partirlos un rayo sin que se le moviera un pelo.
Claro que tamaña muestra de impunidad, ventilada a los cuatro vientos, ha generado consecuencias no queridas en el seno de la institución que sufrió -como ninguna otra- el embate kirchnerista. La más notable y trascendente es una que no hubiese deseado nunca Cristina Fernández pero que -como de tonta no tiene un pelo- esperaba: el abroquelamiento de los ministros de la Corte que han dejado sus diferencias -no menores- de lado, por una elemental razón de sobrevivencia. Consciente del efecto que produciría un ataque destemplado en ese tribunal, lo atacó a sabiendas y dejando en claro que la guerra es a muerte y que no hay posibilidad de dar marcha atrás.
La jugada de la mujer que maneja, con puño de hierro, el Frente de Todos también arrastró a la pelea, sin pedirle permiso, a un gobierno y a un presidente que parecen de adorno. Al vapuleado Alberto Fernández no le ha quedado otra opción más que cerrar filas con su vice y mandarlo a Santiago Cafiero a formar parte del coro vociferante contra la Corte Suprema. Corre -como siempre- detrás de los acontecimientos y a esta altura del partido sus decisiones no son independientes, ni mucho menos. En realidad, le vienen impuestas por una relación de fuerzas cada vez más desfavorable. Lo que haga la Señora, él deberá ratificarlo. Su parecido con Cámpora y Scioli por momentos asusta.
El enfrentamiento entre los poderes del Estado está, pues, a la orden del día. No se halla soterrado ni se encuentra cerca, a la vuelta de la esquina. Ocupa, por el contrario, el centro de la escena y no hay motivos para suponer que pueda atemperarse o que los bandos beligerantes vayan próximamente a fumar la pipa de la paz. Si el planteo de máxima de Cristina Fernández -el juicio político a la Corte o un tribunal agrandado en el cual la mayoría de sus integrantes le sea afín- prosperase, ello supondría la instalación de un poder hegemónico en la Argentina. Que se encuentre lejos de lograrlo no significa que no lo intente. En eso no se equivoca Juntos por el Cambio.
Vicente Massot