Nunca existió la más mínima posibilidad de que el jefe formal del Estado argentino vertebrarse, a expensas o con prescindencia de su valedora, un espacio de poder propio. Desde el momento en que asumió sus funciones fueron legión quienes especularon con el armado de una liga de gobernadores, que obraría como su principal respaldo si debía medir fuerzas con la viuda de Kirchner. Nada ni siquiera parecido ocurrió ni va a ocurrir, en atención a algo bien sencillo de explicar: por un lado los jefes provinciales son, entre nosotros, convidados de piedra a la hora de las grandes decisiones. Juegan en una división diferente, que en términos futboleros se llama Primera B. Por otro lado, se hace menester recordar su condición de peronistas: nunca eligen el camino de los más débiles, o de los perdedores, y siempre obedecen, sin chistar, al poderoso de turno. Menemistas con el riojano, duhaldistas con el bonaerense, kirchneristas con el santacruceño, mal podían escoger a Alberto cuando estaba Cristina de por medio.
Una razón elemental de auto–preservación hizo que Alberto Fernández -en esto, con buen criterio- no ventilase las condiciones que se comprometió a cumplir cuando aceptó encabezar la boleta del Frente de Todos. Si lo hubiese hecho, se hubiera suicidado antes de empezar. Confesar ante el país que el suyo sería un poder vicario, habría significado perder la elección. Decirlo después de la victoria lo hubiese dejado como un pusilánime a quien nadie desearía acompañar. Por lo tanto, lo que hizo Alberto Fernández fue vocear a los cuatro vientos, con ínfulas de compadrito, que la vicepresidente no tendría injerencia en los asuntos que le correspondía manejar a él.
En una nación presidencialista como la nuestra, cuesta creer que el primer magistrado pueda resultar un títere. Eso explica -cuando menos, en parte- por qué toda- vía hay personas del común y analistas que no terminan de dar crédito a una realidad que se impone por sí misma. Pensar, a esta altura, que Alberto Fernández pudiese plantarse delante de Cristina Kirchner es no entender que no siempre el rango hace al mando. Por raro que parezca en nuestro país -fenómeno pocas veces visto, si acaso alguna- el presidente obedece a la vicepresidente. Que ello contradiga la lógica normativa no quita nada al dato fáctico, que el realismo explica mejor que cualquier manual de derecho político: manda el que tiene el poder, no el que prescribe la Constitución escrita que debe mandar.
La forma en que debió pedirle la renuncia a una de sus colaboradoras más estrechas y de su íntima confianza, Marcela Losardo, es la demostración de los puntos que calza Alberto Fernández y de la escasa o nula capacidad de maniobra que posee, aun si desease salvarlas apariencias. La ex–titular de la cartera de Justicia seguramente le creyó cuando el presidente le informó que la gestión para la cual la convocaba en el gabinete nacional estaría a cubierto de las zancadillas del Instituto Patria y de La Cámpora. El respaldo que le prometió fue suficiente para que una mujer digna, aunque inexperta en estas lides, aceptase. Pero no sólo la abandonó a su suerte, sino que busco una excusa pueril para justificar su renuncia.
El mensaje implícito para el albertismo -ese cuerpo político inexistente, invento de los medios- fue tan claro que no requirió de mayores explicaciones: el presidente no es capaz de ni se halla dispuesto a salir en defensa de ningún miembro de su equipo, si la Señora pidiese su remoción. Cruzarse en el camino de ésta -por los motivos que sean- supone una condena segura. Poco importa, pues, historiar los orígenes y antecedentes ideológicos de Martín Soria. Sus declaraciones públicas, antes de jurar como ministro, demuestran su ánimo beligerante y su predisposición a cargar, lanza en ristre, contra los blancos preferidos del kirchnerismo: la Corte Suprema de Justicia, la Cámara de Casación y los jueces federales sindicados como enemigos.
La pérdida de imagen de Alberto Fernández parece acrecentarse sin solución de continuidad. Mientras se prolongaba más de la cuenta el compás de espera abierto con motivo de la renuncia de Marcela Losardo, y su reemplazante era materia de disputas, el presidente resultó corrido a cascotazos de la provincia de Chubut. Saber quiénes fueron los autores del hecho es asunto menor comparado con la capitis diminutio infligida a la autoridad presidencial. Que se recuerde nadie ejerció este tipo de violencia contra Carlos Menem o Néstor Kirchner durante sus respectivas gestiones presidenciales. Las piedras que impactaron en la luneta trasera de la camioneta que trasladaba a Alberto Fernández y a su comitiva, bien pudieron haber terminado en una tragedia.
A pesar de todo lo expuesto, el escenario que presenta el país no semeja el de un vacío de poder ni el de una cohabitación de poderes -como dio la impresión de que existiría al comienzo de esta administración- sino el de un poder formal con asiento en la Casa Rosada y otro real con sede en el Instituto Patria. Por eso estamos lejos de una crisis de gobernabilidad.
Que al presidente de la República le hayan perdido el respeto, y que su servilismo no sea fácil de disimular, no significa que peligre la estabilidad del oficialismo o que nos encontremos al filo de una situación de carácter anárquico. Sólo podría producirse en el supuesto de que aquél -cansado de hacer el triste papel de amanuense- se revelase y optase por renunciar delante de la Señora. Algo casi imposible en virtud de que los dos no se consideran protagonistas de una anomalía. Cada uno, a su manera, está cómodo en la posición que ocupa. Después de todo, el derrotero que siguen es el que habían pactado de antemano. En ningún momento a Cristina se le cruzó por la cabeza compartir el poder. Y Alberto supo, desde el vamos, que resultaría en vano hacerse ilusiones con que su autoridad sería omnímoda.
Vicente Massot