Jueves, 13 Mayo 2021 12:38

Un viaje intrascendente - Por Vicente Massot

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El domingo pasado, horas antes de abordar el avión que lo trasladaría, junto a la comitiva oficial, a la capital portuguesa -primer destino de la gira que por espacio de cinco días que comprenderá también Madrid, Roma y París-, Alberto Fernández asumió como presidente del Partido Justicialista en una ceremonia minimalista, sin bombos ni militancia ninguna, en la quinta de Olivos.

El hecho pasó desapercibido para la mayoría de los mortales. Sin embargo -bien mirado- el juramento por zoom del nuevo titular del peronismo, refuerza la imagen de un hombre que colecciona cargos que, o bien no sabe ejercer, o bien carecen de poder. Una pregunta basta para entender el asunto: ¿alguien recuerda quién ostentó ese rango durante la década menemista? -Fue Antonio Cafiero. El riojano, al que le sobraba autoridad, jamás lo hubiese reclamado. Dejó en manos de un pavo real un juguete que no servía para nada. Sobre el particular, Cristina Kirchner obra de manera semejante a la de Carlos Menem.

En Europa -sea dicho en honor de la verdad- el jefe del Estado argentino se entrevistará con unos cuantos pesos livianos que -excepción hecha de Emmanuel Macrón- a la hora de las decisiones en el Fondo Monetario Internacional y en el Club de París, cuentan poco o nada. No significa lo expresado más arriba que los portugueses Marcelo Rebelo de Sousa y Antonio Costa -presidente y primer ministro, respectivamente, de su país-, que Felipe VI y Pedro Sánchez, que Mario Draghi y el Sumo Pontífice, sean personajes menores. El comentario apunta no tanto a las capacidades individuales de cada uno de ellos como a su lugar en la escala de poder dentro de los organismos de crédito mencionados.

Francisco clama contra el capitalismo -a igualdad de Alberto Fernández- y nadie le lleva el apunte; el jefe del socialismo español viene de sufrir, a manos de la derecha madrileña, un derrota de proporciones y no se halla en condiciones de respaldar pedidos de quitas u otros reclamos estrambóticos de la delegación criolla; el rey peninsular, como todo monarca constitucional, está facultado -apenas- para cortar cintas, estrellar botellas contra buques a punto de hacerse a la mar, y respaldar alguna que otra causa ambientalista. Por su parte, Mario Draghi -que conoce de memoria lo que significa la banca del viejo continente y es un economista de fuste- hoy gobierna un país fundido.

De más está decir que los ecos de este periplo no tardaron en hacerse oír en Buenos Aires. Por de pronto, nos enteramos de los aspectos decorativos: Fabiola Yáñez regando una plantita, jornadas sociales en donde los fados y tangos animaron los encuentros en los cuales, entre copas y comidas típicas, los gobernantes de uno y otro lado del Atlántico intercambiaron saludos, se prometieron una buena vecindad y, por supuesto, hicieron las declaraciones de rigor referidas a los países subdesarrollados, la necesidad de combatir la pobreza en el mundo y el deseo de que todos seamos felices. En una palabra, vaguedades harto conocidas.

Si el viaje hubiese tenido como destinos a Washington, Berlín y Tokio -por ejemplo- otra habría sido la historia. Pero nuestro país califica mal en las principales capitales del mundo. La Argentina se ha caído del mapa y, aunque no se exprese en voz alta, es considerada un caso perdido. Aun en el supuesto de que la intención de Alberto Fernández, Felipe Solá y Martín Guzmán -para mencionar a los funcionarios de mayor calado que subieron al avión que los llevó a Europa- hubiese sido la de reunirse con Biden, Angela Merkel y Yoshihide Suga, sólo habrían soñado despiertos. La poca confiabilidad que suscita el kirchnerismo en el manejo de la cosa pública, unida al papel decorativo que representan el presidente, el canciller y el titular de la cartera de Hacienda, son hechos que las cancillerías de aquellas naciones no echan en saco roto.

Mientras la pequeña delegación encabezada por Fernández recorrerá en tiempo récord esas ciudades magníficas y sus integrantes se sentarán a manteles tan bien servidos, en estas playas el pleito entre Martín Guzmán y Federico Basualdo -que, por supuesto, no se ha cerrado y a esta altura excede con creces a los dos funcionarios citados- ha dejado al descubierto que el propósito de La Cámpora va mucho más allá de la política tarifaria. Si la meta es el triunfo en las elecciones que se substanciarán entre fines de septiembre y mediados de noviembre, parece claro que -además de cuál será la decisión que se adopte respecto del precio que los consumidores deberán pagar por los consumos de gas y electricidad- entrarán también en juego los U$ 4.500 MM que el país recibirá del Fondo Monetario en concepto de derecho especiales de giro en el mes de agosto y los ingresos que tendrá el fisco por efecto de las retenciones al campo, con precios de commodities agrícolas que vuelan.

La concepción distribucionista que anida en el camporismo ha encontrado un campo propicio para avanzar, enarbolando sus posiciones de máxima, a expensas de quienes dentro del elenco gubernamental proponen una estrategia de ajuste del gasto con escasas posibilidades de prosperar. De buenas a primeras, por obra y gracia de la suerte, ha comenzado a llover maná del cielo.

¿Quién hubiese imaginado el año pasado que, con una pandemia aún más grave en sus efectos en 2021, en pleno proceso electoral, los precios de la soja y el maíz orillarían los de 2008 y que el Fondo repartiría graciosamente esos miles de millones de DEG entre sus adherentes? -Nadie. La disputa que se ha generado entre la Casa Rosada y La Cámpora tiene como base unos U$ 12.000 MM -poco más o menos- que no estaban en los cálculos iniciales de los contendientes y que ahora, a pocos meses de los comicios legislativos, pueden utilizarse de maneras diferentes.

Martín Guzmán no es un ortodoxo en materia económica. Claro que, comparado con Axel Kicillof y los muchachos que se encolumnan detrás de Cristina y Máximo, parece más un émulo de Milton Friedman que de Joseph Stiglitz. Los camporistas no son -ni de lejos- seguidores de Marx, Lenin o Guevara, aunque sus ideas obsoletas y siempre fallidas a veces se confundan con los de los popes tutelares del socialismo revolucionario.

En los despachos de Balcarce 50 quieren ganar la pulseada electoral tanto como en el Instituto Patria, sólo que sus planes para gerenciar los fondos extraordinarios que engrosarán las arcas fiscales resultan muy diferentes. En un contexto de bonanza no existirían roces demasiado acusados. Pero, en atención a las urgencias que plantea la necesidad de ganar los comicios de mitad de mandato, la disyuntiva de honrar los compromisos contraídos con el FMI y el Club de París o gastarlos en un asistencialismo cuyos principales destinatarios resulten las tribus sociales más afectas al kirchnerismo, divide aguas en el Frente de Todos.

El pleito que cruza en diagonal al oficialismo se solapa con el que se ha entablado contra el principal espacio opositor. Mientras entre sí dirimen supremacías, los dos Fernández -con un resultado cantado en favor de la vicepresidente en ejercicio- siempre habrá tiempo para que ambos, malgrado sus riñas, embistan a Juntos por el Cambio, en general, y a la persona de Horacio Rodríguez Larreta, en particular. En la Argentina nadie se da tregua, con lo cual la campaña electoral en ciernes amenaza ser más despiadada que nunca.

Vicente Massot

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