El pase de facturas y las críticas, por momentos destempladas, que son moneda corriente entre las figuras de primera línea en los dos campos opuestos, tiene pocos antecedentes en nuestra historia reciente. Que se recuerde, ni en el menemismo ni en los tiempos en los que Néstor Kirchner era el jefe indiscutible del peronismo, ni tampoco mientras duró la gestión gubernamental de Cambiemos, se dio algo siquiera parecido a lo que hoy caracteriza al populismo criollo y a las banderías que pueblan Juntos por el Cambio. La puja desatada en el seno del conglomerado oficialista es tan notable -por lo irracional- como notoria, por su visibilidad. Lo curioso del caso no son las visiones disímiles que puedan tener los miembros de La Cámpora, comparadas con las que sostienen los así llamados albertistas. Durante el decenio menemista, a nadie le pasaban desapercibidas las riñas de los celestes con los rojos punzó, que compartían ministerios, secretarias de estado y asientos en el Congreso. Pero a ninguno de ellos se le hubiese cruzado por la cabeza ventilar los trapos sucios en medio de una campaña electoral y frente a una prueba decisiva en términos de la futura relación de fuerzas. Eduardo Bauza di- sentía de Alberto Kohan, y Guido Di Tella de Mario Cámpora. Sin embargo, todos cuidaban las formas. Sobre todo, si había de por medio un comicio trascendental que ganar. Aunque no se hubiesen puesto de acuerdo, existía un pacto tácito de no favorecer con sus pujas a los partidos opositores.
Lo contrario vale para los personajes excluyentes de la actual administración. Oscar Parrilli no se animaría a decir “esta boca es mía” sin la anuencia de la Señora. Con lo cual, cuando adelanta una opinión o presenta un proyecto de ley o de declaración en el Senado, es porque antes ha recibido precisas instrucciones de avanzar. Si el bloque mayoritario de la cámara alta le marca el rumbo desde Buenos Aires a un devaluado ministro de Economía que transpira la camiseta en Europa con algunos de nuestros acreedores, y lo pone en aprietos -aunque la proposición de utilizar los U$ 4500 MM en derechos especiales de giro para paliar los efectos de la pandemia sea un disparate que vulnera las normas del Fondo Monetario Internacional- lo que hace es transparentar un conflicto que conspira contra sus propios intereses. Otro tanto cabría decir de la idea de Máximo Kirchner de rebajar por regiones el precio de las tarifas de gas, o la forma descomedida con que en el Instituto Patria le han hecho morder el freno al presidente, como si tal cosa.
Por supuesto, el fenómeno no es privativo del peronismo que maneja en estos momentos los hilos del poder, sino también de quienes se alzan como la alternativa al actual estado de cosas. Con la particularidad de que, precisamente por hallarse en el llano y carecer de los resortes que tiene el kirchnerismo, sus pulseadas, zancadillas internas e intrigas resultan tanto más sorprendentes. La miopía que dejan al descubierto demuestra qué poco han aprendido. Hubiese bastado una reunión para acomodar los tantos y poner en claro que serán candidatos los más votados en las PASO. Así de sencillo. Si Patricia Bullrich desea competir en la capital federal, bienvenida sea. Deberá medirse con María Eugenia Vidal o Fernán Quirós, y ello no tendría nada de extraño. Al contrario, sería una demostración cabal de que se aceptan las reglas de juego básicas de un proceso democrático. Si Horacio Rodríguez Larreta quisiera que su vice Santilli encabezara la lista de diputados de la provincia de Buenos Aires, y no estuviese de acuerdo Jorge Macri, por ejemplo, todo se solucionaría con una interna. Pero no. El intendente de Vicente López pretende echarlo del espacio a Emilio Monzó a través de un reportaje periodístico. Elisa Carrió le lanza un dardo envenenado a Mauricio Macri porque fue a vacunarse al exterior. Unos chicos malcriados en edad escolar no lo harían mejor, ofreciéndole -además- pasto a las fieras.
Lo primero que a uno se le ocurriría preguntar es porque los políticos mencionados no se dan cuenta de cosas tan obvias. Cualquiera con un mínimo de experiencia en estas lides repararía en el hecho de que incentivando el fuego amigo no existe ganancia ninguna.
¿Hay un aspecto secreto en el ejercicio de fogonear el conflicto de puertas adentro de una y otra coalición que a nosotros se nos escapa? -No lo parece. ¿Son suicidas, entonces, los políticos que -malgrado lo que dicta la razón- insisten en seguir un camino que los expone de mala manera ante el público? Tampoco esta explicación resiste el análisis. En realidad, lo que en otras naciones institucionalmente sólidas representaría un sinsentido, entre nosotros no arrastra demasiadas consecuencias negativas. El precio que tendría que pagar -en casi cualquier geo- grafía imaginable- un frente político en el cual sus representantes más conspicuos se dedicasen a luchar con sus correligionarios, abriendo un campo de batalla innecesario, sería devastador para sus aspiraciones. Casi con seguridad, perdería la elección. En cambio, en nuestro país eso no pasa en la misma medida por dos razones que van de la mano: 1) las dos principales fuerzas que competirán en los comicios legislativos por venir no corren el riesgo de que sus simpatizantes opten en el cuarto oscuro por una fuerza nueva o independiente que, de buenas a primeras, pusiese en tela de juicio las bases sobre las cuales se asienta la democracia argentina. Un outsider es imposible que surja y, si lo hiciese, apenas les haría cosquillas a las fuerzas mayoritarias; 2) la proverbial mansedumbre de la sociedad de la que formamos parte hace que, si en un instante de rabia o hartazgo saca las cacerolas y vocea en las calles “que se vayan todos”, después -pasada la bronca- se conforma con sufragar por los mismos de siempre.
Hacia finales del año, y más allá de cuáles sean los resultados electorales, una sociedad devastada por la pobreza infantil -los índices que acaban de salir a la luz son estremecedores- y por la pandemia -que no da tregua y obligará, tanto al gobierno como a los enclaves de poder opositores, a adoptar medidas cada vez más restrictivas con el objeto de acotar el número de contagios y muertes- será presa de un ajuste de características brutales. El plan de campaña del gobierno no ofrece dudas de adónde apunta. Temeroso de que un sinceramiento de las variables económicas que ha pisado desde antiguo -tarifas de los servicios públicos, tipo de cambio, sueldos estatales, precios de los alimentos, etc.- obre una reacción en cadena en su contra y sea castigado en las urnas, ha decidido asumir el costo de ponerle un candado a todo lo que se cruce en su camino, sin reparar en las consecuencias futuras. Por de pronto, si no le fuese posible obtener un guiño del Club de París antes de que termine mayo, preferirá el default a honrar sus compromisos financieros con esa institución. Seguramente dilatara el acuerdo con el Fondo Monetario hasta después de los comicios y no se bajará de su plan tendiente a tumbar a Eduardo Casal de su cargo y nombrar, en su reemplazo, a un jefe de los fiscales que le sea incondicional. Y no sería de extrañar que, si el arco opositor decidiese dar marcha atrás en punto al compromiso de postergar las PASO y las generales llevándolas a septiembre y a noviembre, respectivamente -algo que había sido consensuado con anterioridad a la embestida oficialista para modificar la ley del Ministerio Público- el kirchnerismo optaría por modificar el cronograma electoral según su conveniencia. Nada que no hayamos visto entre los años 2003 y 2015. Claro que hay ahora una pequeña diferencia: vamos camino a los mil muertos diarios.
Vicente Massot