La administración presidida formalmente por Alberto Fernández nació con una malformación de la cual no pudo nunca desprenderse. La ingeniería que forjaron los dos integrantes de la fórmula ganadora en diciembre del año 2019 fue algo jamás visto antes. Que la vicepresidente hiciera las veces de valedora del presidente y que reclamase para sí, a expensas del poder de éste, potestades que sólo podían reconocérsele al precio de degradar la figura del jefe del estado, representó un invento inédito cuyos resultados están a la vista.
Quienes alentaron esperanzas respecto de que los dos convivirían en armonía, imaginaron que habría una cohabitación que contemplase las responsabilidades y campos de acción respectivos. Pronto los hechos pusieron al descubierto que el experimento -si acaso fue pensado para que funcionase- resultó un engendro. Otros -quizás más realistas- creyeron desde un comienzo que se trataba de un caso típico de poder vicario, sólo que lo inconcebible del asunto era que el primer magistrado dependería de los caprichos de su segunda en el mando.
A partir del momento en que le pusieron la banda, el presidente se transformó en un personaje servil como pocos, con la particularidad de que, por muchas que fuesen las muestras de su docilidad, la viuda de Kirchner lo puso en el lugar destinado a los lacayos y lo despreció públicamente. Con tamaños antecedentes, no es de extrañar lo que viene de pasar. Wado de Pedro busco una excusa baladí para escalar el conflicto -nunca resuelto- que mantiene su jefa con el presidente. Sería muestra de una ingenuidad infantil que alguien creyese a esta altura del pleito que el titular de la cartera del Interior se fastidio porque no lo invitaron a una reunión en donde estuvo Lula junto a los referentes más granados de los movimientos defensores de los derechos humanos de la izquierda argentina. Eso fue un pretexto para que sus críticas no pareciesen des- templadas y fuera de lugar.
Pero más allá de los detalles y de las pequeñas miserabilidades del entuerto, lo que ha quedado en evidencia -por si faltasen pruebas- son cuatro cosas de índole diferente: 1) la falta de personalidad del presidente de la Nación; 2) la certeza de que en el gobierno kirchnerista cada uno hace lo que le viene en gana, sin respetar las jerarquías formales; 3) que, para los integrantes del Frente de Todos, el fuego amigo es más peligroso que el fuego enemigo y 4) que el tembladeral que pisa el oficialismo no tiene una vía de escape exitosa. Los cuatro puntos ameritan algunas precisiones.
Alberto Fernández une a su manifiesta incompetencia una suerte de indignidad personal indisimulable. Cualquiera puede faltarle de manera abierta el respeto y poner en tela de juicio su honorabilidad, sin que se le mueva un pelo. Wado de Pedro no hubiese durado un segundo en su cargo si acaso el presidente hubiera sido capaz de hacerse respetar. Como no se anima, la mando a Victoria Tolosa Paz a decirle al díscolo Wado que, si no estaba conforme, que renunciase. Por supuesto, el alfil de Cristina Fernández en el gabinete se va a quedar donde está. Eso lo sabe hasta el menos despierto de los mortales. Lo importante de la disputa es que un político como Alberto Fernández, que genera tan poca consideración y es hoy el hazmerreír de buena parte del país, no será el candidato del peronismo. Íntimamente, él es consciente de que -entre el descalabro de su gestión y la ninguna simpatía que despierta- la reelección representa una fantasía. Sólo que, por un motivo de autopreservación, no puede anunciar que se baja de la competencia -como lo ha hecho la vicepresidente- porque el escaso margen de poder que le queda se evaporaría entonces en cuestión de segundos.
La carencia de liderazgo dentro del gobierno es más que una impresión. Es una realidad. Por momentos, la vicepresidente es la que lleva la voz cantante, aunque su poder de decisión haya menguado considerablemente en los últimos dos años. En la esfera económica, la lapicera la tiene Sergio Massa, sin lugar a ninguna duda. La parte protocolar es responsabilidad del presidente, mientras los gobernadores se manejan de manera independiente respecto de la Casa Rosada, según su conveniencia. Ninguno resulta un conductor nato y el poder se halla fragmentado en el mismo momento que la campaña electoral y la situación económica piden a gritos la unidad de mando.
Es casi imposible que, llegadas a esta instancia, las facciones peronistas que están enfrentadas en forma abierta desde la derrota en los comicios legislativos del año 2021, puedan fumar la pipa de la paz y reconciliarse. Ni siquiera la sensación de caminar al borde del precipicio parece hacerlas recapacitar acerca de la imperiosa necesidad de poner un fin -siquiera momentáneo- a sus desencuentros. Lo increíble del caso es que, en atención a cómo se desenvuelven las peleas en el riñón del espacio oficialista, no es una exageración sostener la idea de que los principales antagonistas -o si se prefiere, enemigos- de unos peronistas son otros peronistas. El desprecio que suscita Alberto Fernández en las filas del camporismo es mayor que el que les produce -por raro que parezca- la figura de Mauricio Macri. Ni qué decir tiene, que la viuda de Kirchner es mala palabra en el campamento albertista.
Todo lo cual lleva a una conclusión obvia: el gobierno, en particular, y el Frente de Todos, en general, chapalean en unas arenas movedizas de las cuales no tienen la menor idea de cómo salir. Más aún, es muy probable que, aun cuando idearan un plan con arreglo al cual pisar terreno algo más firme, ya no tuviesen tiempo para hacerlo. A los efectos de gestar una retirada ordenada -dando por sentado que la elección presidencial está perdida- harían falta la reconciliación de sus principales referentes y una mejora percibida por la sociedad en materia económica. Lo primero -a la luz de las trompadas que siguen cruzándose en la cubierta del Titanic- no va a ocurrir. En cuanto a lo segundo, las ilusiones que en un comienzo pudo haber abrigado Sergio Massa acerca de la deriva de la inflación, parecen haberse desvanecido. El alza del costo de la vida del mes de enero -no podrá ser inferior a 5,5 %- unido a la catarata de aumentos que promete traer a grupas febrero -alquileres, tarifas, cuotas de prepagas y telefonía, entre otros- y al desempeño del dólar blue, ponen al descubierto la dimensión del iceberg contra el cual han chocado.
Vicente Massot