Que el FMI, a instancias de la Casa Blanca, no le iba soltar la mano a la administración que encabeza Alberto Fernández, era algo que todos sabíamos. Que ni la Casa Rosada ni el Ministerio de Economía piensan cumplir con el pedido de restringir el alcance de aquel jubileo, hecho a la medida de 800.000 personas que podrán jubilarse sin haber completado sus aportes en tiempo y forma, también es menester darlo por descontado.
Kristalina Georgieva y el conjunto de técnicos que le responden no pueden alivianar las cargas de pago de un defraudador serial como la Argentina sin levantar la voz y, a la par que le giran una millonada de dólares, imponerle -en teoría, al menos- determinadas tareas para el hogar. Por eso, posan de estrictos y -sólo para salvar las formas- le apuntan con el dedo levantado a Sergio Massa y lo retan en público. Dicen que la política económica se ha vuelto “menos confiable” y critican la recompra de deuda y la demora en implementar la segmentación tarifaria. En realidad, todo es una bufonería que comenzó hace rato. El Fondo nunca creyó que fuésemos a honrar el acuerdo firmado. Por su parte, en estas latitudes nadie pensó seriamente en pagar la deuda contraída.
La estrategia de Sergio Massa fue clara desde un comienzo, y la semana pasada el principal vocero de Cristina Fernández en el Senado, Oscar Parrilli, sin mencionarlo al ministro de Economía, lanzó una frase que merece un análisis cuidadoso: “Tenemos que evitar que se hunda el Titanic”. Es que, más allá de las marcadas e insalvables diferencias que existen entre los pocos partidarios del presidente y las menguadas tropas de La Cámpora, unos y otras son conscientes de que, en el Titanic del que tanto ha hablado Massa como ahora el lenguaraz de la viuda de Néstor Kirchner, viajan ellos sin más compañía.
Si la economía estallará antes de las elecciones y el barco se hundiese sin posibilidad de salvataje ninguno, con él se irían al fondo del mar los kirchneristas de todas las observancias. Los opositores, en cambio, mirarían el drama oficialista desde un lugar seguro. Pero si lograsen evitar el estallido y le dejasen activada la bomba financiera a su sucesor en Balcarce 50, al menos podrían salvar la ropa. Derrotados en las urnas les cabría retirarse a cuarteles de invierno y esperar allí, en soledad y cascoteados, la llegada de tiempos mejores.
No en balde el titular de la cartera de Hacienda se autodenominó ‘plomero del Titanic’. Parrilli apuntaba en sus declaraciones radiales a defender implícitamente la figura del sucesor de Martín Guzmán y de Silvina Batakis, que se permite tomar, en el Plata y en Washington, junto a los odiados representantes del FMI, unas decisiones que se dan de patadas con las convicciones ideológicas del kirchnerismo. La vicepresidente y sus adláteres no tienen más remedio que suscribir, sin beneficio de inventario, el programa - por llamarle de alguna manera- puesto en ejecución por un aliado de conveniencia al que -en el fondo de su corazón- detestan.
Es claro que el dólar soja 3 que se pondrá en marcha este miércoles no habrá de solucionar los problemas de fondo que arrastra desde tiempo inmemorial el país de los argentinos.
Nada de lo que haga el ministro Massa o un eventual sucesor de aquí en adelante, hasta los comicios del mes de octubre, tendrá por objeto remediar las causas del desastre actual. Aun cuando eso se propusiesen, sería una tarea de cumplimiento imposible. Pero no; su propósito es diferente y tiene que ver con algunos de los efectos de la crisis. Aspira Massa a evitar la devaluación tan temida para poner a cubierto del naufragio al gobierno del cual -a esta altura- es su figura más importante. No quiere ni está en condiciones de hacer otra cosa, y es materia abierta a debate si podrá lograrlo.
En atención a que faltan cinco meses para que se substancien las PASO, y siete para que tengan lugar las elecciones generales, la suerte de Massa en estos momentos pende de un hilo. No en razón de que la explosión que obraría el final del gobierno se halle a la vuelta de la esquina sino en virtud de la deriva que lleva la inflación. En pocos días más conoceremos el índice de marzo. El número, que casi con seguridad superará 7 %, hará las veces de un acta de defunción para sus aspiraciones presidenciales. Pero lo que está en juego, si acaso abril también arrojase un aumento del indicador del costo de vida de 6 % o más, es su permanencia en el cargo que ocupa.
Su fracaso anticipado en términos de la lucha contra la inflación lo ha dejado fuera de la carrera de los presidenciables del oficialismo. También Alberto Fernández es consciente de que carece de la musculatura suficiente y de los apoyos dentro del peronismo para soñar con la reelección. Esperará a la última semana de junio para hacer público su paso al costado. Si anticipase el anuncio, se suicidaría. Eso pone a los responsables del Frente de Todos ante un desafío mayúsculo: conseguir a un candidato potable y competitivo. De momento, es como tratar de resolver la cuadratura del círculo. Una misión imposible. Salvo -claro- que alguien considere que Juan Manzur, Daniel Scioli, Wado de Pedro o Agustín Rossi puedan suscitar la adhesión de una parte considerable del electorado y así sean capaces de retener el voto histórico del peronismo.
En la vereda de enfrente, Patricia Bullrich parece haber superado en las encuestas a un desabrido Horacio Rodríguez Larreta. Mientras aquélla enarbola un discurso de cara a las primarias abiertas, dirigido casi exclusivamente a los votantes de Juntos por el Cambio, éste insiste en desarrollar un libreto como si estuviese en Suiza. Una habla con base en la grieta y no pierde oportunidad para acentuar que no le temblará la mano a la hora de poner orden y de llevar adelante las reformas estructurales que sean necesarias; el otro es reacio a meterse en temas polémicos y defiende la idea de generar un consenso del 70 % del país para poder gobernar.
En medio del derrumbe gubernamental, la perdida imparable de reservas, el papelón protagonizado por Sergio Berni, la sensación de impotencia de buena parte de la sociedad -fenómeno que registran todas las encuestas-, el escalamiento de la inseguridad y una pobreza que acogota a 40 % de la población, el único candidato que clama contra la casta política no hace más que crecer en términos de la intención de voto.
Vicente Massot