Martes, 04 Febrero 2020 21:00

El crimen de los rugbiers y el desprecio por la condición humana - Por Jorge Enríquez

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La tragedia de Villa Gesell ha conmovido profundamente a la sociedad argentina. En los últimos días, los canales de noticias casi se dedican en exclusividad a este tema. Abundan las explicaciones y se adjudican con gran velocidad culpabilidades.

Al mismo tiempo, se proponen soluciones fáciles y drásticas, a veces a través de proyectos de leyes. A cada hecho resonante, se responde con una nueva norma, ajustada a las características especiales de la situación vivida. Así, se va destruyendo la generalidad del derecho, que termina transformado en una recolección de parches, sin unidad ni coherencia.

Pero, como ocurre con las dietas, las soluciones legislativas mágicas solo transmiten la idea fugaz de que un problema se puede remediar en poco tiempo y sin gran esfuerzo, lo que es, por cierto, una gran falacia.

Episodios como la muerte de Fernando Báez Sosa deberían, por el contrario, incitar a una reflexión profunda y serena. Nada le devolverá la vida a Fernando ni reparará el inmenso dolor de sus padres. De la condena a los responsables del hecho se debe ocupar exclusivamente la justicia, sin presiones indebidas. Las manifestaciones populares de estas horas son legítimas en cuanto expresan el pesar por lo sucedido, la solidaridad con los seres queridos del joven que perdió la vida y el deseo de que se haga justicia. Pero esto último es función del sistema judicial, que debe trabajar con toda diligencia, pero ajeno a las pasiones que naturalmente casos como este despiertan en la sociedad.

Lo que debemos preguntarnos es qué puede llevar a un grupo de jóvenes de clase media a golpear sin razón alguna a un adolescente hasta el extremo de matarlo, qué oscuras razones anidaron en la mente de esos chacales para actuar con premeditación y alevosía y luego, consumado el crimen, no exhibir ningún atisbo de arrepentimiento.

Sin duda alguna, estos deleznables comportamientos evocan necesariamente la carencia de límites y controles parentales y la ausencia por parte de los padres y de los establecimientos educativos, de una educación en valores, basada en el ejemplo y el diálogo.

Se han cargado las tintas sobre el rugby. Es una imputación injusta. Todos los deportes, bien practicados, son muy beneficiosos no solo para la salud física, sino también para la formación de hábitos de convivencia y de respeto a las reglas. El rugby lo es de un modo particular, ya que en mi experiencia los clubes en los que se lo desarrolla inculcan desde la niñez a sus jugadores muy severos estándares éticos, como la obediencia al árbitro y la camaradería con los rivales.

Por cierto, es evidente que será necesario trabajar mucho más en otros aspectos, para desterrar cualquier resabio de “comportamiento de manada”. La fuerza física, que es un condimento esencial de ese deporte, tiene que ser sometida a un estricto control fuera del campo de juego.

Ahora bien, la violencia de la sociedad argentina está mucho más extendida. La enorme mayoría de los episodios de lesiones o muerte de nuestros jóvenes no involucran a jugadores de rugby. Es un problema complejo, que se resiste a encasillamientos superficiales.

Hoy nos resulta hasta natural, pero es una extravagancia argentina que en los partidos de fútbol profesional no puedan asistir hinchas visitantes. El descontrol, la falta de límites, la cultura del “aguante” (a veces idealizada en ciertos programas televisión), la idea de que el otro (el simpatizante de otro equipo, por ejemplo) es un enemigo al que hay que aniquilar, todo ello potenciado por los deletéreos efectos del alcohol y las drogas, son el caldo de cultivo de un clima que no nos permite la convivencia civilizada.

En el fondo, es el desprecio de la ley. Las leyes implican límites. Nos sujetamos a ellas porque no somos el buen salvaje de Rousseau, que no existió nunca. El “transgresor”, tan admirado en el relato progresista, cruza con desparpajo los límites de la ley. Nada lo detiene. No llega a comprender que la ley, que le resulta una fría abstracción, es el otro de carne y hueso al que atropella cuando avanza con luz roja o cuando lo golpea ferozmente a la salida de un boliche para afirmar su “masculinidad”.

El mensaje que suele llegar desde los estratos superiores del poder no es esperanzador. Si la Constitución o las leyes son obstáculos para cierta iniciativa de los gobernantes, se pasa por encima de ellos. El que roba ostensiblemente puede ser reelecto. La palabra no vale nada. Hoy se puede decir lo contrario de lo que se dijo ayer, si resulta conveniente.

No será fácil reconstruir el tejido social. No bastan medidas aisladas ni proyectos que solo buscan un efecto mediático. Se requiere una tarea paciente, que apunte a remediar las causas antes que andar corriendo siempre tarde y mal detrás de las consecuencias. El único modo es restaurar la confianza recíproca, para lo cual es imperioso ver al otro como un semejante, aunque vista otra camiseta, juegue a otro deporte o viva en otro lugar.

Jorge Enríquez
Diputado nacional (Cambiemos)

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