Convencido hasta la ceguera de su condición de único gestor eficiente para la construcción de la historia, el peronismo unido acaba de recibir un desplante enorme de quienes la padecen.
El clima social previo a las elecciones primarias no daba para mayores especulaciones. Fue dicho: cuando no hay grieta en la indignación, sólo cabe esperar dos resultados. O el rechazo se generaliza contra el sistema y deriva en abstención o voto en blanco. O elige alguna vertiente opositora como herramienta útil para asestar el voto castigo.
Esa lógica cruda sólo podía matizarse con la entrada en escena de los filibusteros habituales de la decoración estadística. Cartoneros de contratos públicos, autopercibidos como encuestadores o expertos de la comunicación política, que suelen ornamentar con augurios inverosímiles los fastos de finales de campaña.
La magnitud del voto castigo y la novedad de que la suma del peronismo no haya logrado eludirlo se explica por el derrumbe de una ilusión social. La ilusión de apertura política y eficiencia científica que el oficialismo vendió inicialmente como modelo para la sociedad pandémica.
Es cierto que el Gobierno se encontró con esa emergencia grave, global e inesperada. La sociedad le entregó en las manos el manejo discrecional de sus libertades. Menos por confianza que por miedo. Pero el Gobierno capturó ese beneficio y fue transformándolo de a poco en un modelo de gestión y de país.
Las libertades resignadas por el miedo fueron retenidas con la promesa del cuidado estatal. El Estado aportaría los fondos para aguantar la paralización extrema. El mundo estaba rompiendo sus alcancías de manera definitiva y sobrevendría una gobernanza distinta. Consumada, al fin, la crisis terminal del capitalismo.
Tres momentos emblemáticos quebraron esa ilusión pandémica. El funeral de Diego Maradona, la revelación del vacunatorio VIP y el escándalo del cumpleaños clandestino en Olivos.
El desborde caótico del sepelio de Maradona en la Casa Rosada terminó de facto con la cuarentena eterna. El Estado perdió su autoridad para el monopolio del miedo. En realidad, mostró la hilacha: ya venía usufructuando el miedo. El vacunatorio Verbitsky desmontó otro telón. El Estado no cuidaba a todos por igual. Vacunaba primero a los del palo. La revelación del cumpleaños de Fabiola Yáñez fue el sello confirmatorio, de certificación retrospectiva.
Cristina intentó cambiarlo a última hora, hablando con dramatismo en su discurso de cierre de campaña. Ya era tarde. Se había consumado lo peor. Una nueva experiencia social de algo que ya es un clásico: el desengaño argentino.
En sus lecturas provisorias tras el voto castigo, la dirigencia opositora habló de un derrumbe final del populismo. Sonó apresurado. Si algo marcó a fuego el desvío estratégico de la principal oposición argentina fue confundir la oportunidad para el cambio con la consumación del cambio.
Pero también es posible que haya asomado otra vez en las urnas una mirada –todavía incipiente, difusa, pero amplia–del modo en que se ha venido organizando la sociedad argentina para insistir en su camino de decadencia.
En su versión más extrema, algunos emergentes nuevos han tomado una expresión que inventaron los indignados españoles, varios años atrás: la idea de la casta política.
Otros, menos interesados en el negocio de la provocación, intentan una descripción más completa. Hay una sociedad estratificada bajo el paraguas raído, pero pródigo, del presupuesto público. A la política se la percibe como el segmento superior, la crema de esa pirámide. Le siguen por debajo los empleados de la administración pública. Y en la base, el esquema se ensancha con la vastedad de los planes de asistencia social.
Enfrente, otra sociedad que se percibe excluida de los beneficios eternos del trabajo estatalizado, contribuyentes exhaustos del sector privado, autónomos abandonados a la perpetuación de la economía informal, emprendedores exiliados dentro y fuera de su propio país.
El Gobierno fomentó la ilusión de la sociedad pandémica, controlada por el miedo, confiada en los infinitos recursos de cuidado que nunca tendría el Estado paternal. Lo hizo porque ese es, al fin de todo, su auténtico modelo de país.
La realidad se impuso cuando el propio Gobierno tropezó con sus mentiras. Como dirían los antiguos kirchneristas: no fue magia.
Edgardo Moreno