Ambos ataques tienen rasgos comunes, pero una diferencia importante: en el caso brasileño el actual gobierno cree que hubo complicidad entre los vándalos y la policía, parte de las Fuerzas Armadas y de los servicios de inteligencia.
Al margen de esa sospecha, es elocuente que los atacantes se hayan apoderado de las sedes del poder estatal, en la que pocos días antes una buena parte de la burocracia política mundial se había exhibido dando su apoyo al presidente impugnado. A un presidente que empieza su tercer mandato con un amenazador episodio de violencia política en contra.
Esta derrota simbólica no es sólo de Lula, como tampoco lo fue en su momento de Joe Biden, sino de un sistema que se muestra frágil. Lo que deberían preguntarse quienes lo gerencian en la actualidad es cuál sigue siendo su grado de representatividad. Hablar de “golpismo” no los absuelve. La furia de amplios sectores sociales es más contra los políticos que contra la política o la democracia.
Como era previsible cada sector de la dirigencia nativa trató de capitalizar el episodio en beneficio propio. El kirchnerismo culpó a la “derecha”, mientras la oposición lo acusó de ser selectivo en materia de atropellos institucionales. De no cuestionar a causa de una manifiesta preferencia ideológica, por ejemplo, al presidente peruano Castillo cuando intentó cerrar el Congreso. Ni qué hablar de la actitud de Cristina Kirchner de no pasar el poder a Mauricio Macri, cuestionando tácitamente su legitimidad. Exactamente lo mismo que le hizo el “derechista” Bolsonaro a Lula.
Pero la irrupción de la violencia política no es obra exclusiva de la izquierda o de la derecha, sino del populismo que tiene partidarios en ambas orillas ideológicas. Son producto de la baja de institucionalidad que es consecuencia directa de la debilidad de la ley, de la ausencia de estado de derecho.
Son parientes cercanos de otras tropelías antidemocráticas como la perpetuación en el poder mediante reelecciones indefinidas, de trampas electorales como la ley de lemas, de aparatos clientelares alimentados con fondos públicos en territorios de una pobreza africana.
El populismo presenta tres síntomas inconfundibles. El primero es el ataque a la justicia independiente. La amenaza de juicio político “K” a la Corte Suprema es un buen ejemplo de eso. También lo fue el frustrado asalto al Congreso del 2017 que el kirchnerismo no condenó. Segundo, el ataque a la libertad de expresión y a los medios independientes. ¿Es necesario hacer nombres? Y, tercero, la ruptura de la convivencia conocida como la “grieta”. Considerar al que piensa distinto es un traidor al pueblo y a la patria, un oligarca, un sirviente del FMI; que un fallo judicial es una “inmundicia” para decirlo en el violento lenguaje de Axel Kicillof. Atribuirle al adversario bajeza moral, quitarle toda legitimidad, deshumanizarlo.
Quien cree que el populismo de cualquier signo sólo produce desastres económicos como los hoy a la vista en Argentina, se queda corto. Sus frutos más amargos son políticos e institucionales y clausuran el futuro.
Sergio Crivelli
Twitter: @CrivelliSergio